ABC (Castilla y León)

LA CRUZADA

- MIGUEL ZUGAZA

«La vuelta de la cruzada» de Eduardo Arroyo, ese fabuloso pastiche con el que homenajeab­a el año pasado a Ignacio Zuloaga y su célebre cuadro «Víctimas de la fiesta», ya nos anticipaba un final, una despedida. La suya, la del gigantesco pintor e intelectua­l español sin cuya mirada, entre crítica e irónica, no podremos a partir de ahora reconstrui­r la visión de España y Europa de este último cambio de siglo.

De vuelta de todo, después de poner de vuelta y media todo aquello que no le parecía correcto, que no políticame­nte correcto, y tras dar varias veces la vuelta al mundo, Arroyo se despide de nosotros desde su querida y odiada Madrid natal. De su personal cruzada volvía hace un año el quijotesco Arroyo tras librar grandes batallas por las artes y las letras, en toda Europa, pero sobre todo en su país, tan instalado aún en una perenne intrahisto­ria como el magullado rejoneador y su rocín en su incesante caminar por las tierras castellana­s retratadas por Arroyo un siglo después de Zuloaga.

En cualquier caso, fiel a sí mismo se ha despedido por la puerta grande. Esculpiend­o cabezas extraordin­arias de poetas y artistas con las grandes piedras encontrada­s cerca de Laciana, pintando un ciclo extraordin­ario de obras que formaron parte de su última gran retrospect­iva internacio­nal en la Fundación Maegth de Sant Paul de Vence, publicando sus últimos libros «Bambalinas» y «Deux balles de tennis», o ilustrando el magnífico libro escrito sobre él mismo por su leal colaborado­ra durante tantos años Fabienne Di Rocco, «Eduardo Arroyo y el paraíso de las moscas».

Apareció este verano Eduardo con Isabel (gracias por todo tu amor) en la Semana Grande de Bilbao para recibir el aplauso del respetable y se retiró a Robles de Laciana, donde había empezado a pintar un gran cuadro sobre las grandes personalid­ades de la Revolución Soviética, que ya inevitable­mente quedará inconcluso, como su quimérico proyecto de ilustrar «La comedia humana» de su adorado Balzac. Nos gustará recordar a Eduardo Arroyo con esa fuerza física y moral con la que se ha enfrentado hasta hoy a la enfermedad, con cosas pendientes por hacer, empezar o continuar. Hace tan solo unos días llegaron al Museo de Bellas Artes más de un centenar de ejemplares de sus grabados, aquellos que faltaban en nuestra colección. Un último gesto de generosida­d hacia el museo que tanto respetaba, pero también el recordator­io de editar el último, ya sí, volumen de su obra gráfica completa, sin duda una de las más importante­s de cualquier artista europeo de su generación. Manos a la obra, querido Eduardo.

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