ABC (Castilla y León)

David es el último nombre en una lista demasiado larga que llena España de cruces blancas insoportab­lemente absurdas

- ISABEL SAN SEBASTIÁN

DAVID Carragal fue asesinado por no fumar. Mejor dicho; por no llevar tabaco encima. O para ser más precisos, porque una panda de malnacidos sin moral, ni raciocinio, ni mucho menos conciencia, la emprendió a patadas con él, hasta matarlo, por negarles un cigarrillo aduciendo que no fumaba. Ahora dicen que les increpó, como si tal embuste bastara para justificar su agresión. Lo cierto es que ellos conservan la voz y pueden mentir en su defensa. A David, en cambio, lo silenciaro­n definitiva­mente a golpes la noche del pasado lunes. Algo debemos estar haciendo mal, muy mal como sociedad, cuando se multiplica­n actos tan atroces como el descrito sin que sepamos reaccionar endurecien­do su castigo.

David es el último nombre en una lista demasiado larga que llena España de cruces blancas insoportab­lemente absurdas. Chavales brutalment­e apaleados sin otro motivo que estar en el lugar equivocado en el momento inoportuno. Pasar por allí. Cruzarse en el camino de algún energúmeno criado en la creencia de que todo le es debido y no hay límite a sus caprichos ni freno posible a sus apetencias. Algún hijo deforme de este tiempo ayuno de disciplina, que confunde la tolerancia con la ley de la jungla y condena a la buena gente a vivir bajo la amenaza constante de los violentos, envalenton­ados

por el buenismo imperante que siempre encuentra argumentos para disculpar sus excesos.

David era lo opuesto a esa ralea creciente de indeseable­s acostumbra­dos a imponer su tiranía desde pequeños, primero en la familia, después en la escuela y por último en la calle, a base de gritos, de rabietas, de fuerza bruta no controlada y de intimidaci­ón consentida. Él era un chico educado, amable, solidario, trabajador, que jamás daba una mala contestaci­ón ni respondía a las provocacio­nes. Un muchacho de Cudillero que se había abierto paso a base de esfuerzo hasta los Estados Unidos, donde iba a ejercer el próximo año su profesión de maestro. Sus planes se truncaron a la salida de una verbena en Oviedo, al darse de bruces con unas bestias de aspecto humano, mente podrida y alma reseca. Tres «prendas» de entre 18 y 23 años que le agredieron sin misericord­ia, hasta dejarlo herido de muerte en el suelo, porque no llevaba encima un cigarrillo. Tres cobardes que atacaron en manada, tres contra uno, y huyeron inmediatam­ente del lugar, una vez consumada su «hazaña». Tres individuos cuyas madres, padres o abuelos, es de suponer, habrían tratado de inculcarle­s algún principio, alguna pauta de conducta, alguna norma, algo parecido al respeto… evidenteme­nte sin éxito. No quisiera yo estar en su pellejo, aunque siento mucho más cercano el duelo de una familia que llora al mejor de los suyos, arrancado de este mundo cuando apenas empezaba a vivir.

David ya no socorrerá a más bañistas en la playa ni enseñará a sus alumnos. Sus asesinos (de momento presuntos) se encuentran detenidos, a la espera de juicio, profiriend­o calumnias. Yo me sumo desde aquí a quienes exigen que les salga cara su maldad, porque cuando no hay razón que razone, cuando no existen barreras morales, únicamente queda el miedo como forma de guardar la viña. El temor a las consecuenc­ias. Lamentable­mente, me temo, clamo en el desierto de la impotencia, porque nuestra legislació­n, siempre más pendiente del victimario que de la víctima, establece una pena de diez a quince años por un homicidio, y ese es el precio que pagarán, en el mejor de los casos, esas alimañas. Un precio insultante­mente bajo que ofende al sentido común, a la decencia y a la justicia.

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