Disparates en el Prado, aborregamiento en la pradera
No todo el monte es orégano ni todo el prado es cilantro. Valga este chapucero proverbial o ‘tuneado’ de sabiduría campestre para dar cuenta de una perplejidad que es casi aborigen. Hemos visto, valga el tono a lo replicante de ‘Blade Runner’, cosas que ni podían imaginarse en ese otro Prado que tanta sublimidad atesora: exposiciones con esculturas de Giacometti en ‘rotondas’ frente a las Meninas, necrospectivas de Francis Bacon o alicatamientos con cuadros de Cy Twombly. Hasta un chino adicto a la pólvora campó por sus respetos por las praderas del Museo Nacional. Se amenazó obsesivamente con un magno homenaje a Barceló, que tanto furor generaba en críticos venerables que tenían mando en plaza. Acaso todo este desatino que implicaba una querencia inmoderada hacia lo contemporáneo no fuera otra cosa que consecuencia de un rapto original tan icónico como el de Europa; en el Prado ni se olvida ni se perdona: el ultrajante último viaje del ‘Guernica’ del Casón al hospital del MNCARS dejó una herida abierta que todavía no ha cicatrizado.
Poco importa que las colecciones nacionales estén delimitadas con la epifanía picassiana, en las galerías del edificio de Villanueva pululaban espectros que reclamaban una venganza fría o, mejor, reclamaban su derecho a hacer lo que les viniera en gana. Nadie puede negarse a aceptar la oportuna compra de un cuadro de María Blanchard, sobre todo cuando la historia pareciera que no sirve ni para generar nostalgia. Los rigoristas se desgarrarán las vestiduras y hasta tratarán de lanzar alguna soflama, amortiguada por las obligatorias mascarillas; poco importa que se advierta que este tipo de adquisiciones no revelan otra cosa que la combinación del disparate, la arbitrariedad y el colegueo de los ‘patronatos artísticos’. Agradecemos este ejemplo perfecto de la confusión reinante.
A fin de cuentas, los pastores del Prado tenían ‘fondos propios’ y no es bueno ahorrar en tiempo desquiciado. Tal vez algún visionario del Museo estaba escuchando a María Dolores Pradera y sintió que era el momento oportuno para materializar aquello del ‘amarraditos’ comprando un cuadro de una pintora vanguardista que puede servir como pomada curativa para las dolencias antiguas. Nadie en su sano juicio pondría puertas al campo ni puede permitirse que las praderas y pastizales del arte clásico dejen de ser fecundadas por simiente moderna. Faltaría más. Se ha derribado la cerca del corral y ahora podemos gozar en un aborregamiento artístico sin fronteras. No hay desafuero que no pueda ser convenientemente capitalizado.
El desembolso de varios miles de euros en un cuadro de María Blanchard que literalmente ‘no pinta nada’ en el Prado abre el portón para que por ahí puedan entrar con todos los honores foto-performances de mi admirada amiga Esther Ferrer y también instalaciones multimediales de Concha Jerez; a fin de cuentas, ellas tienen el premio Velázquez y, desaparecido todo criterio, pueden acomodarse de lujo en las amplias estancias del Prado. Sobre todo, hay que colocar cerca de la entrada ‘La extracción de la piedra de la locura’ para que nadie tenga dudas sobre lo que pasa. En el Prado, para regocijo de todos, puede saltar, cuando menos lo esperemos, la liebre.