UN CONFINAMIENTO GOZOSO
En el relato del confinamiento de Julio Llamazares, «Primavera extremeña», se conjugan su olfato narrativo, su maestría en la literatura de viajes y su vena poética
ientras la inmensa mayoría estaba cociéndose, nos cocíamos a fuego lento, cada cual alimentando sus neuras y angustias, en pisos que se achicaban y nos impelían, en función de la avalancha de información apocalíptica que llegase en ese momento, como dice en un poema al respecto Tomás Sánchez Santiago, a tentarnos la ropa cada poco, a merced de un estupor casi distópico, Julio Llamazares tuvo la suerte, que al cabo ha sido la nuestra, la de sus devotos seguidores, de huir de un Madrid que califica como fantasmal, inquietante y plomizo, a una finca rodeada de muros de piedra seca, con aire mediterráneo, como de la Toscana, cercana a Trujillo, por los predios de la despoblada sierra de los Lagares, próxima a Las Villuercas, por donde supongo andaría Joaquín Araújo, y al pago de San Clemente, creo que descansadero de Andrés Trapiello, para pasar allí el confinamiento duro, del 13 de marzo a mediados del «oro de junio», gozando de «la libertad y la ligereza del campo», de una «vida pacífica y tranquila» a espaldas del mundo, testigo de una Arcadia primordial que en circunstancias normales nos pasa desapercibida.
Mientras, por ventura, algunos de los atenazados veíamos desde la ventana crecer desmesuradamente, esplendorosos, los gébenes entre hierbajos salpicados de ababoles en solares abandonados y oíamos llover a desmán, sin cabeza ni conocimiento, una bendición para los campos y así fue luego el cosechón, sobre todo por la noche, para ahorrarnos algo de melancolía, con lo que podíamos imaginarnos una primavera pródiga, reventona, Llamazares la disfrutaba a modo y nos la cuenta como «apuntes del natural», punteada por referencias literarias muy bien traídas, para empezar, El desierto de los tártaros –toda obra esencial acaba siendo profética– de Dino Buzzati acompañada en armónica edición con las acuarelas «inocentes
MJulio Llamazares y sabias» de su amigo, y vecino por aquellas alquerías, el restaurador de arte alemán Konrad Laudenbacher, en su crónica de la experiencia, Primavera extremeña, magnífica desde el título, que por un lado, por lo imprevisto, de entrada, del adjetivo, produce un eco con extrema, máxime considerando la chusca astracanada dramática de Muñoz Seca que por algún motivo, mejor no meneallo, no se me olvida, sin haberla ni hojeado y, por otro, sobre todo, reverbera con el ensayo, crucial para nuestro tiempo por su denuncia de la agricultura extensiva hipertecnificada que está liquidando las plantas y los animales del agro e incluso lo poco que queda de la civilización campesina, de la activista ecológica y gran escritora norteamericana Rachel Carson Primavera silenciosa, también sin determinante.
En el libro se conjugan, con la sencilla y difícil naturalidad de su estilo, las tres facetas fundamentales de la obra del escritor de Vegamián: su fino olfato narrativo, que le ha valido un justo reconocimiento, apreciable en las breves escenas desarrolladas en el pueblo de referencia de la finca y en el trazado, casi bosquejo, vívido de los lugareños: el resabiado guarda Ricardo, el pastor y ganadero Manolo el Sueco o los albañiles y cabreros Juan Antonio y Óscar; su maestría en la literatura de viajes o de peregrinajes catedralicios recreada en sus trips por la comarca al relajarse el estado de alarma; su vena poética, en fin, piedra angular aquí por cuanto apunta a lo esencial del asunto: «el espectáculo fabuloso» de esa primavera lujuriosa, «tan espléndida como fugaz», por los montes extremeños que, un poco al modo de la castellana de Machado «tarda, pero es tan dulce y bella cuando llega», en plena floración un «tapiz flamenco», paleta cromática de orden impresionista, aromado por la dulzura del azahar, más el olor intenso y menudo de las matas rastreras y amenizado por un rumor de esquilas a lo lejos y una banda sonora continua de gorjeos, los pájaros «envalentonados por la ausencia de personas», durante el día y, por la noche, la serenidad infinita del cielo estrellado, rilkeano, e imantado por el fulgor de una luna plateada, resplandeciente.
En torno a lo último, corre por los mentideros literarios desde hace mucho tiempo la patraña de que Llamazares abandonó la poesía muy pronto, cuando era no ya la promesa sino para muchos, entre los
Primavera extremeña,
Primavera extremeña. Apuntes del natural Julio Llamazares
Alfaguara páginas euros de captatio benevolentiae, al azuzarle la conciencia, la mala, claro, así como el sentimiento de culpa y la impudicia, por tratarse de un escrito donde prima la poesía, la belleza del mundo, a través de la exaltación primaveral, justo en la época más trágica para la humanidad que hemos conocido los de su generación. Lo tilda un tanto exageradamente, a mayores, de obsceno, en gran medida, supongo, por el trasfondo ético que siempre ha preservado en su escritura. Nada más lejos de la realidad, de la «irrealidad confusa» que retrata: por una parte, no cabe nunca lamentarse del disfrute estético, del paisaje virgiliano en lo que atañe a sus contemplaciones, de la palabra con la que nos lo transmite para nosotros; por otra, tenemos siempre presentes, y así emana también del texto, los estragos terribles de la pandemia, sin que se reste un ápice al placer de la lectura. Es más, nos devuelve intacta, con su verbo limado, preciso y al tiempo sutil, sin apenas artificio, la primavera que el virus asesino y el encierro cuasi medieval nos sustrajeron, sobre todo a quienes necesitamos aventarnos a menudo por los cerros.