ABC (Castilla y León)

POSTALES

De ella sólo sé que se llama Luna. Desde aquí quiero agradecerl­e que me haya devuelto parte de la confianza que venía perdiendo en el género humano

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ME sorprende, a la vez que me anonada, el rechazo de algunos ante la escena ocurrida en la playa del Tarajal entre un subsaharia­no y una auxiliar de la Cruz Roja que merece entrar en las más sublimes del género humano, en medio de la orgía de muertes, destrucció­n, pandemia, ahogados y la falta de compasión por el prójimo en todas las latitudes y sociedades, como si hubiésemos regresado a los tiempos más feroces, en los que el hombre era «lobo para el otro hombre».

La escena, mil veces repetida en televisión, muestra a un inmigrante que ha llegado al final de su viaje de miles de kilómetros, en el que tuvo que esquivar peligros que reducirían a juegos infantiles los de Ulises en su ‘Odisea’, con bandidos dispuestos a apoderarse de su poco dinero, policías no menos canallesco­s, selvas y desiertos, para doblar a nado un espigón que le separaba de la tierra prometida, la Europa donde encontrar el trabajo, la seguridad, la vida en fin con la que había soñado. Llega, naturalmen­te, exhausto y se desploma sobre las primeras rocas, para recobrar fuerzas, cuando ve el cuerpo de su compañero de odisea tendido en la arena unos metros más allá. Está inmóvil y le cree muerto, por lo que empieza a llorar. Justo cuando lo habían conseguido, la suerte le ha abandonado. Pero no están solos, una mujer rubia y piel muy blanca se le acerca y le ofrece agua con una sonrisa. No está soñando, es realidad porque le arregla el pelo con los dedos. Él acerca su cabeza y ella, en vez de rechazarle, le ofrece su hombro para que descanse. Y es entonces cuando ocurren los segundos gloriosos, una paz inmensa se apodera de la escena como si el tiempo se hubiese detenido y la eternidad se hubiera apoderado de aquel rincón de playa tercermund­ista. O como si fueran los dos únicos habitantes del planeta. Hay una aproximaci­ón de cuerpos, pero nada que pueda ofender excepto a quienes lleven la maldad en los ojos. Puede incluso que se oiga el tañer de campanas lejanas anunciando la hermandad de los hombres de buena voluntad.

Se acercan soldados que les ayudan a levantarse y caminar hacia la orilla, donde las olas desfallece­n tras su largo recorrido, aunque él sigue aferrado a ella como si intentase prolongar aquella dicha que le ha sido concedida. No lo consigue, naturalmen­te, pero cualquiera que sea su suerte, no importa los años que viva y los avatares que le esperan, ya nada podrá arrebatarl­e esos segundos en que ha sentido la eternidad y la gloria que sólo por ellos merece la pena vivir. De ella sólo sé que se llama Luna. Desde aquí quiero agradecerl­e que me haya devuelto parte de la confianza que venía perdiendo en el género humano.

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