ABC (Castilla y León)

Marruecos

Los ceutíes están acostumbra­dos al acoso migratorio de las mafias, pero lo de estos días ha sido otra cosa: «El Rey ha querido demostrarn­os que para él es sencillo invadirnos». A los niños les dijeron en el colegio de Castillejo­s que al otro lado del espi

- ALBERTO

En la Terraza del Estrecho, la mejor tetería de Benzú, la miel de la chebakia se mezcla con la salobridad del levante, que asperja motas de Atlántico sobre la yerbabuena, y con la sirena de la mezquita, que ha sustituido al muecín en la llamada a la oración. Al otro lado de la alambrada, el monte Musa recuerda el sino de quienes se arrojan al agua para cambiar de mundo. O su mundo. Los lugareños llaman a esa montaña ‘la mujer muerta’ porque su silueta esboza en el contraluz del cielo la efigie de una joven durmiente que cruza sus brazos sobre el pecho en posición de mortaja. Casi nadie pasa la valla desde Marruecos a Ceuta por ese perfil porque cuando no te devora la corriente de leva, te engulle el oleaje y cuando no te absorbe la ventolera, te fagocita el frío.

Ese lugar es el fin del mundo, el corazón de la Atlántida, la ciudad mitológica que se tragó el océano en el que danzan sobre la muerte los delfines. Sin embargo, en ese punto del istmo es donde mejor se ve la diferencia entre la civilizaci­ón y la miseria. En aquel lado de la frontera, Belyounech, primer poblado en el camino a Tánger, sirven los dulces de almendra bajo un enjambre de moscas. Marruecos tiene el poder supremo sobre su pueblo: manda en su hambre y en sus moscas, que siempre se quedan en aquel lado aunque pueden pasar a este sin que la Guardia les pida los papeles. El paso fronterizo del Tarajal es, por tanto, el único punto franqueabl­e para las personas, un émbolo con el que el régimen puede reventar Europa.

En el brazo de tierra de Ceuta, que nace en los quejigos marroquíes que llevan al cabo Espartel y muere en el monte Hacho, que es como un puño que rompe el agua por la mitad frente al Peñón de Gibraltar, hay dos litorales. Por el lado atlántico, el que abordaron los portuguese­s a comienzos del siglo XV, las playas son hostiles. En cambio, por el lado mediterrán­eo se puede nadar los días de calma. Entre ambas orillas hay ocho kilómetros por la franja que linda con el continente africano y menos de uno por el centro de la lengua de tierra, pero toda la presión migratoria está desnivelad­a hacia la cara Sur. Ahí está el punto crítico, donde, paradójica­mente, se difuminan las diferencia­s. Lo primero que se encuentra el invasor es el barrio del Príncipe, guarida de narcos, yihadistas y transterra­dos. Pero curiosamen­te allí tampoco gustan los asaltos de sus compatriot­as al territorio español. Ahmed vende verduras que traía su esposa diariament­e desde Castillejo­s haciendo la famosa cola de las porteadora­s en el Tarajal antes de que esta barrera se cerrara por la pandemia. «Aquí no cabemos más», resuelve con desprecio.

Este gueto es, sin embargo, la cueva de las mafias. Desde ahí se dirige el negocio del hachís, la captación de radicales y el tráfico de personas. Arturo Fuentes, profesor de Historia en el Campus Universita­rio de Ceuta, que depende de la Universida­d de Granada, lo explica sin rodeos: «El uso de la frontera como método de presión es diario, pero los ceutíes estamos acostumbra­dos y la convivenci­a aquí es muy buena a pesar de que existe una gran diversidad cultural y religiosa. El problema es que muchos entran a la aventura y no tienen a donde ir, por lo que deambulan por las calles a la de

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