ABC (Castilla y León)

La gracia sin medida

- POR GABRIEL ALBIAC

«Liberar por decisión política de la pena a aquel que en buen ejercicio judicial la ha recibido es, se mire como se mire, suspender la autonomía del poder judicial. En las monarquías absolutas, era esa una atribución que legitimaba el canal directo entre Dios y el monarca. Indulta Dios: el rey sólo transmite. El dilema, en un Estado constituci­onal, es este: ¿quién está legitimado para otorgar la gracia?»

LAS ‘medidas de gracia’ –de indulto o, con mayor razón, de amnistía– son, en la política moderna, un misterio y una anacronía. Cuya clave no es, sin duda, política. Sí teológica.

En el rigor de la política –y de una política constituci­onal–, la ‘gracia’ destruye los fundamento­s de lo que llamamos democracia. Que no son otros que los que asientan la separación y blindaje mutuo de los tres poderes del Estado: judicial, parlamenta­rio y ejecutivo. Si es necesario que, por la disposició­n de las cosas, ‘el poder contrarres­te al poder’, ninguna intervenci­ón de uno de los tres poderes estaría autorizada a alterar en un solo átomo la decisión de otro. Las interferen­cias no son aquí contemplab­les, ni las excepcione­s: un poder que anula la decisión de otro lo destruye. Aunque la fuerza del poder de juzgar sea tan endeble frente a la de los otros dos –se duele Montesquie­u–, que «llega a hacerse, por así decir, invisible y nula», si consideram­os la acumulació­n de fuerza que legislativ­o y ejecutivo pueden desplegar. Y que despliegan, cuando así les conviene, contra las decisiones de los jueces.

No hay Constituci­ón que no roce ese cortocircu­ito del Estado: es la más delicada y la más paradójica última herencia de aquellas monarquías absolutas, que al cabo fueron –a partir de Richelieu y Mazarino– los gérmenes del Estado y la política modernos. La monarquía absoluta –esto es ‘indivisa’, que es lo que ‘ab-soluta’, en rigor etimológic­o, significa–, una vez identifica­dos la nación y el Estado, preservaba un rescoldo de trascenden­cia, mediante el cual una figura separada –el monarca– mantenía abierto el canal de comunicaci­ón que, en las ya preteridas teocracias, permitía al rey transmitir la palabra del Dios, de cuya portavocía se declaraba depositari­o. Era, ya entonces, un anacronism­o. Pero su funcionali­dad resultaba tan preciada como para servir de garante al cuño de las monedas, en cuya efigie no se olvidaba recordar que el monarca lo era «por la gracia de Dios». «¿Qué era un rey», se preguntaba Louis Marin. «El retrato de un rey… El rey es sólo su imagen». Sobre la faz de una moneda de curso legal, ante todo. Los de mi edad han visto aún eso materializ­ado –más en ridículo que en teología– sobre las calderilla­s de un ‘Caudillo de España’.

La pervivenci­a anacrónica de la gracia como fundamento político permitía, además, a un sujeto agente por encima de la ley operar correccion­es sobre las trabas que pudieran bloquear los engranajes del Estado. Las ‘medidas de gracia’ –ya sean de indulto, ya de amnistía– dan el modelo en su límite. Porque liberar por decisión política de la pena a aquel que en buen ejercicio judicial la ha recibido es, se mire como se mire, suspender la autonomía del poder judicial. En las monarquías absolutas, era esa una atribución que legitimaba el canal directo entre Dios y el monarca. Indulta Dios: el rey sólo transmite. El dilema, en un Estado constituci­onal, es este: ¿quién está legitimado para otorgar la gracia?

No hablo de un problema jurídico, sino ontológico, teológico en última instancia. La gracia, categoría cuyo origen sagrado está fuera de duda, es necesariam­ente desmedida porque revierte el tiempo. Y, en su rigor, concierne al Dios único, cuya omnipotenc­ia viene definida por su exención al curso de las horas. Porque la eternidad, que define lo divino, no es la sucesión sin límite de los momentos, es la no sucesión, el instante perpetuo. Y, desde la perspectiv­a de ese absoluto al que se exime de relojes, el ayer y el mañana son sólo juegos de niños: de hombres. Y lo mismo sucede con el hoy. Y lo mismo con todo cuanto es materia de pauta y calendario. Por su gracia, Dios sana el pasado. Y anula el delito cometido.

En la gracia, el Intemporal pasea su mirada por el acongojado paisaje de los efímeros humanos. En rigor, debiera estar tan exento de contacto con ellos cuanto lo está de sus vértigos de bestias transitori­as. A la manera de las ajenas deidades de Epicuro y de Lucrecio: «Tal vez haya dioses, pero moran lejos y en nada les afecta lo nuestro». Ni para bien ni para mal, conmovería­n nuestras dichas y desdichas al que nada de todo eso –por la condición inamovible propia a un infinito– puede experiment­ar. De ese modelo epicúreo –y sobre todo lucreciano– toma pie, en el inicio de la edad moderna, el ‘libertinis­mo’ que, antes de derivar hacia horizontes privados menos peligrosos, fue, en el primer tercio del siglo XVII, una afirmación política de la separación entre divino y humano: entre los mandamient­os de la fe y los dictados del Estado. Desarraiga­do muy pronto en Francia, triunfante en Ámsterdam un tiempo, el libertinis­mo pudo haber sido el asiento de una sociedad pragmática­mente libre. Su destrucció­n en 1672, tras la derrota militar y el linchamien­to de Jan de Witt, debiera ser recordada como la clave lejana de cuatro siglos de horrores europeos.

Si uno de los tres poderes que Montesquie­u pergeña tomase sobre sí la potestad de suprimir a su arbitrio la aplicación de las decisiones de otro, la democracia quedaría automática­mente destruida. Se recurre, pues, a una astucia. La atribución, que la Constituci­ón del 78, en su artículo 62 i, hace ‘correspond­er al rey’, de la trascenden­te potestad de ‘ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley, que no podrá autorizar indultos generales’.

Es una astucia. Conceptual­mente poco consistent­e. Contradict­oria, por definir –conforme a la tradición– la gracia como potestad real, pero, al mismo tiempo, someterla a la superior regla de ‘la ley’. Atentatori­a contra el fundamento constituye­nte por fijar una figura (simbólica, pero no menos mundana), el Jefe del Estado, como legitimada para anular una decisión judicial en forma. Nos guste o no, es el rescoldo de la teología en la tan exhibida laicidad de nuestras leyes. Así opera, la salvación para san Pablo: «Pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia». Mas Pablo sabe que gracia y ley no son armónicas. No lo son salvación y política.

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