TIEMPO RECOBRADO
Todas las normas positivas emanan de la Carta Magna y deben ajustarse a su literalidad y su espíritu
UNA de las controversias jurídicas más apasionantes es el debate entre Hans Kelsen y Carl Schmitt, los dos grandes juristas del siglo XX, cuyas concepciones implican dos modelos de Estado contrapuestos. Dicho de forma simplificada, Kelsen representaría el Estado democrático liberal, mientras que en Schmitt hay una justificación del totalitarismo que culminó en el nacionalsocialismo.
Lo que Kelsen sostiene es que la Constitución es la norma de rango superior que inspira la legalidad de las leyes. Y ello tanto en el plano formal como material. Todas las normas positivas emanan de la Carta Magna y deben ajustarse a su literalidad y su espíritu. Según su tesis, el propio poder legislativo se fundamenta en ese texto fundacional que contiene las reglas del juego político. Aunque él no lo dice, la Constitución es el alma que gobierna el cuerpo social.
La concepción de Schmitt, el padre del decisionismo, es antitética. Apunta a que las democracias parlamentarias de los albores del siglo XX se habían convertido en Estados puramente burocráticos y funcionales. Y señala que esas estructuras formales habían dejado de representar la voluntad popular en favor de una oligarquía. A partir de estas ideas, Schmitt respalda un Estado que es la expresión de la voluntad de un caudillo, refrendado por el pueblo, que se convierte en fuente de ley. No hace falta decir que estas ideas eran una legitimación del nazismo.
En el debate entre Kelsen y Schmitt, Pedro Sánchez se ha posicionado claramente en favor del segundo en el tema de los indultos. Y no porque se arrogue el derecho a decidir contra el criterio del Supremo y la Fiscalía, ejerciendo una potestad que le concede una ley de 1870. No, lo verdaderamente esencial es que el presidente del Gobierno ignora el espíritu de la Constitución y supedita la legalidad a sus intereses políticos.
Es imposible entender no sólo que se indulte a personas que no se arrepienten y que han declarado su voluntad de reincidir, sino que además desprecian esa Constitución que es la encarnación de la soberanía popular.
En última instancia, los indultos podrían estar legitimados por la voluntad de Sánchez, cuyo poder emana de las urnas, pero no por la Carta Magna como fuente de ley, ya que resulta contradictorio que la máxima norma sirva para beneficiar a quienes no la reconocen y quieren destruirla sin respetar sus cauces. Lo que va a hacer el Gobierno es aplicar la ley de manera instrumental para vulnerar el espíritu de la Constitución y favorecer a quien se burla de ella. Esto es lo más grave.
Schmitt dijo que «la excepción es más interesante que la norma. La norma no demuestra nada, la excepción lo prueba todo. En la excepción irrumpe el poder de la vida real frente al anquilosamiento de la repetición». Sánchez ama la excepción.
NO se necesitan las poderosas células grises de Hércules Poirot para descubrir el móvil de los indultos que hoy aprueba Sánchez. Tras su carcasa propagandística de divo, se trata del presidente más débil de nuestra democracia, y el único que ha aceptado sostenerse en alianza con partidos que acababan de promover un golpe a la unidad de España. Por eso estos indultos, como sabemos todos –empezando por Sánchez y sus corifeos–, son solo un intento de ganar tiempo comprando unos meses más de favor de sus imposibles socios. No hay más. El resto es lírica evasiva, como prueba que el propio Sánchez ganó las elecciones prometiendo a los españoles endurecer la ley contra los envites sediciosos, lo contrario a lo que hoy hace.
Notable que haya elegido para su opereta el Gran Liceo de Barcelona, inaugurado en 1847. Y es que este templo del bel canto representa todo lo contrario a la fijación separatista que está convirtiendo a la maravillosa Cataluña en una región que va a menos, y ya con ciertos ribetes paletos (y quien crea excesivo el adjetivo, que repase a los líderes de la sagrada causa). El teatro barcelonés se llamó en su génesis Liceo Filarmónico Dramático de Su Majestad la Reina Isabel II. El Liceo surgió como una ventana al mundo, a la más alta y cosmopolita cultura. Si hubiese sido promovido hoy le pondrían trabas por poco identitario («¿Cómo es qué Rigoletto no parla català?», inquiriría el inaudito Puigneró). Cuando en 1994 lo arrasó un incendio, hubo una enorme ola solidaria en toda España: Gobierno, empresas, artistas, la Corona… El Ejecutivo español apoquinó el 33% de los 22.000 millones de la restauración. En lugar de situarse con la Cataluña abierta y el espíritu de la España solidaria que ayudó a reconstruir el Liceo, Sánchez opta por aliarse con quienes tienen como credo la ruptura en nombre de una supuesta superioridad, gente que solo se conformará con su república. En lugar de estar con la Justicia española, opta por degradarla para indultar a unos delincuentes que ya se jactan de la debilidad del Estado. En lugar de ejercer como patriota español, como le tocaba por cargo, actúa con mañas de chalán (en el escenario barcelonés hasta relegó la bandera de España, medio tapada tras la catalana). ¿Servirá de algo todo este oprobio? ¿Es posible alcanzar una ‘concordia’ con los separatistas devaluando el Estado y la justicia? No. Son insaciables. El aprendiz de brujo fue acosado por ellos a la entrada del Liceo, dentro y a la salida. El Gobierno catalán del supuesto diálogo le dio plantón.
Además de ser perfectamente inútiles, los indultos suponen una burla a los españoles, que constatamos que ya no se trata igual a todos los ciudadanos y comunidades. Escuece que un país que rechaza mayoritariamente este abuso haya sido incapaz de frenarlo. Se ha arrugado mucha gente a la hora de decir ‘no’, especialmente en las cúpulas empresariales y en la cultura, incluido cierto columnismo ‘snob’. Destacan, ¡cómo no!, los empresarios catalanes filonacionalistas, que volverán a llorar por las esquinas cuando llegue el nuevo golpe. Que llegará.
En un país adormilado, Sánchez completa una burla a la mayoría de los españoles