TODO IRÁ BIEN
Justo igual que en la Transición, estamos en un momento delicado, y justo lo contrario que entonces, estamos en las peores manos
PEDRO Sánchez no es Adolfo Suárez ni Pablo Casado es Manuel Fraga. Pere Aragonès y Carles Puigdemont no son Jordi Pujol ni Miquel Roca. Oriol Junqueras no llega a Heribert Barrera. Jordi Sánchez no es Lluís Prenafeta e Iván Redondo no es Torcuato. Le duela a quien le duela, ni la transparencia confiere talento ni la laxitud con los dineros puede borrar una obra política inconmensurable: quiero decir, como habrán adivinado, que Felipe VI tampoco es Juan Carlos I. La derecha no es afortunadamente extrema derecha, ni habla de «entregar la Victoria» como Girón de Velasco, pero está menos dispuesta que la vieja guardia franquista a imaginar soluciones, ni siquiera a aceptar soluciones imaginativas. Afortunadamente también, ni ERC ni Junts son la ETA, ni en su afán golpista, que lo tienen, van a poder sacar los tanques a la calle.
Es verdad que el Gobierno es quien más ha cedido en este proceso, y que el presidente Suárez no cedió menos, pero si todo el mundo vio en él a un hombre valeroso y comprometido con la libertad y la democracia, el oportunismo cortoplacista es la única estrategia de Sánchez y en actos como el del lunes en el Liceo, su retórica cínica y empalagosa desnudan su falta de sentido de Estado y todas sus miserias quedan al descubierto.
La Transición fue la obra política más brillante de España en su momento más tenso. Y por supuesto que hoy nos iría bien algo de grandeza, pero los liderazgos son una mezcla tan insoportable de vacua frivolidad y de arrogancia fanática, que cuesta creer que vayan a hacer otra cosa que hacerse trampas, burlarse, mentir juntos y por separado, y hacer que finalmente todo salte por lo aires cuando en sus cálculos electorales les vuelva a interesar la confrontación, sin importarles el destino de las esperanzas que fundaron ni la convivencia tranquila y estable entre españoles.
Justo igual que en la Transición, estamos en un momento delicado, y justo lo contrario que entonces, estamos en las peores manos. Pero la realidad es el único punto de partida de las inteligencias razonadoras y una cierta idea de reencuentro acaba siempre siendo no sólo la única salida real a este tipo de conflictos, sino la más recomendable. El problema no son tanto los indultos como lo que seamos capaces de construir a partir de hoy. El problema no es tanto Junqueras como Pedro Sánchez, es decir, la ausencia de un liderazgo profundo, culto, inspirador, que nos convoque a la tarea en lugar de intentarnos robar la cartera, y que no confunda la clemencia con dejar de poner a cada cual en su sitio y en su justa medida. Por lo demás, España suele lograr lo memorable con los más impredecibles y sorprendentes materiales. A fin de cuentas no ganamos el Mundial con Manolo el del bombo sino basándonos en el fútbol de Pep Guardiola y de sus jugadores, casi todos independentistas, pero que con tanto orgullo vistieron la camiseta de la Selección. Son los que ganan, y no los que piensan como nosotros, los que escriben la Historia.
POR una vez, ella superó esa curiosa aversión que le provoca el personaje –que se exacerba cuando el susodicho adopta su vocecilla melosa– y permaneció conmigo viendo el discurso de Sánchez mientras comíamos. Alocución a las puertas de La Moncloa para comunicar y justificar los indultos. Muy breve, para lo que son sus plúmbeos parámetros, y sin preguntas. Peroraba Sánchez con rostro solemne: «Los indultos afectan a nueve personas. Pero el Gobierno de España piensa sobre todo en los cientos de miles de catalanes y catalanas que se sienten solidarios con quienes están presos. Y también piensa en otros que en Cataluña y en el resto de España no respaldaron sus actos, pero creen que ya cumplieron suficiente castigo». Y entonces ella me dijo sucintamente: «Ya está: españoles de primera y de segunda. La opinión de unos importa. La de los otros, no». Lo clavó.
Al esgrimir como principal justificación que el Gobierno atiene a los simpatizantes de los nueve delincuentes, Sánchez viene a decir que la opinión de la mitad de los catalanes importa más que la de la mayoría de los españoles, que según todas las encuestas rechazan los indultos. En las últimas elecciones catalanas, de bajísima participación (51,2%), solo votaron 2,8 millones y ganó un partido no independentista, el PSC. Los separatistas (ERC, Junts y CUP) sumaron 1,3 millones de votos. ¿Por qué el sentir de esas personas ha de primar sobre el de la mayoría de los españoles? Con su actuación, Sánchez consagra que en España existen dos categorías de ciudadanos: la VIP, los catalanes, cuya sensibilidad pesa más y con los que la justicia debe quedar en suspenso si no les gusta; y el resto, los vulgares paisanos de Galicia, León, Madrid, Murcia, Aragón, Andalucía… a los que solo nos toca achantar y ver los toros desde la barrera mientras nuestro Gobierno negocia el futuro de España en una mesa bilateral con una tropa que lleva al orden del día ‘la autodeterminación’. Un disparate.
Aprobamos los indultos «por razones de utilidad pública», alega Sánchez. No, pues los receptores de la gracia ya la desprecian abiertamente y no descartan un nuevo desafío. ¿Utilidad pública? Al revés: el Estado será más débil cuando le vuelva a tocar defenderse. «Tienen que ver con la necesidad de restablecer la convivencia en la sociedad catalana y en el conjunto de la sociedad española». No, Sánchez, no. El resto de los españoles convivimos estupendamente. Esta crisis nace exclusivamente en Cataluña, inventada allí por un movimiento antiespañol, insolidario, mendaz y más bien xenófobo. «El Gobierno no pone en cuestión la sentencia del Supremo». Falso. Directamente se la fuma, dejando por los suelos a nuestro máximo órgano judicial ante la mirada extranjera y desoyendo expresamente su informe contrario a los indultos.
Nos obligan a engullir una rueda de molino (y al estilo de la casa, sin aceptar siguiera preguntas y un debate previo en el Parlamento). Pero al menos déjennos el pequeño consuelo de indicar que no somos imbéciles: esto es un abuso contra la soberanía nacional, que reside en el pueblo español.
Sánchez prima el sentir de la mitad de una región sobre el de la mayoría del país