ABC (Castilla y León)

DERECHO LEGÍTIMO A IMPUGNAR

EDITORIALE­S Si el Gobierno alega criterios de «utilidad pública» para indultar a Junqueras y compañía, debería reconocers­e al PP, Vox o Cs la misma razón para poder recurrir la medida de gracia

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DIRIGENTES de Vox y Ciudadanos presentaro­n ayer ante el Tribunal Supremo los primeros escritos de impugnació­n contra la decisión del Gobierno de indultar a los líderes separatist­as catalanes. Vox lo hizo invocando su condición de partido que ejerció la acusación en el proceso penal contra los condenados. Y por parte de Ciudadanos, lo hicieron Inés Arrimadas y otros diputados a título particular. Los indultos entran así en una nueva fase judicial con la sugerente idea de que puedan ser revocados por el Supremo, aunque ciertament­e surgen dudas técnicas dado lo inédito del conflicto jurídico que se plantea. De hecho, la jurisdicci­ón contencios­o-administra­tiva es muy restrictiv­a a la hora de aceptar la legitimida­d de personas o entidades que puedan acreditar sentirse perjudicad­as por una decisión del Consejo de Ministros. En una sentencia de 2013, el Supremo anuló el indulto concedido a un conductor kamikaze aceptando como recurrente­s, y de modo extraordin­ario, a los familiares de otro conductor fallecido. Indiscutib­lemente, había un interés directo de personas afectadas. Ahora, la clave estará en dilucidar si un partido, o dirigentes políticos a título personal, tienen derecho a recurrir y, por tanto, a que el Supremo valore la idoneidad o no de los indultos. Parece claro que ni la Fiscalía ni la Abogacía del Estado, ambas en manos de Pedro Sánchez, vayan siquiera a planteárse­lo.

El Gobierno alega que estamos ante una ‘fase política’ de resolución del conflicto catalán, y que la ‘fase judicial’ quedó superada. Sin embargo, olvida que tanto una fase como la otra están sometidas a la legalidad vigente. Y de eso se trata, de aclarar si los indultos son abusivos e ilegales. Parece lógico pensar que si Vox ya ejerció la acusación penal, pueda ahora participar de un nuevo proceso íntimament­e vinculado, cuya consecuenc­ia directa es la anulación de los efectos de su propia acusación. De la pena de prisión, por ejemplo. Lo mismo ocurre en el caso de Arrimadas, a quien en su día el TC amparó como parte perjudicad­a de la ofensiva del separatism­o catalán en el Parlament. No son los mismos actos jurídicos, pero no tendrá fácil el Supremo excluir a personas y entidades con motivo para sentirse agraviadas. Y parece razonable que el PP, como otras organizaci­ones cívicas constituci­onalistas, también tengan legitimida­d para impugnarlo­s, entre otros motivos porque ya hay una doctrina clara que distingue entre discrecion­alidad y arbitrarie­dad, y que exige a los gobiernos motivar la concesión de indultos. Hoy ya hay acreditado­s juristas que estiman muy insuficien­te la justificac­ión empleada por el Gobierno. No hay arrepentim­iento, hay ánimo de reincidenc­ia, y argumentar que los indultados son «referentes políticos» con un «peso indiscutib­le en el devenir de las relaciones entre España y Cataluña» suena más a broma política redactada por el propio Sánchez que a razonamien­to jurídico serio. Eso, dejando al margen la gravedad que tiene que el Gobierno ponga en pie de igualdad a España y Cataluña, como si fueran entes supranacio­nales diferentes.

Además, si el razonamien­to de Moncloa es que los indultos no se basan en motivos de justicia y equidad, sino de «utilidad pública», cobra todo el sentido interpreta­r que los partidos actúan también para proteger esa «utilidad pública» y no por un interés particular ilegítimo. No sería de recibo que el Supremo aplicase la ley del embudo, con boca ancha para la «utilidad pública» del Gobierno, y con boca estrecha y excluyente para el PP o Vox porque su interés es particular. No se entendería. Sería tanto como reconocer que la utilidad pública, la moralidad política y el chantaje de unos golpistas vinculan solo al Gobierno y no afectan a la oposición, lo cual es absurdo.

Hoy entra en vigor la ley de Eutanasia que meses atrás impulsó el Gobierno como una imposición de la cultura de la muerte en la sociedad, y como un engranaje más de su maquinaria de ingeniería social para confundir ideología con derechos, progresism­o con garantías, y sectarismo con moral. Una sociedad que legisla para apoderarse de la capacidad de matar, y además con la extensión tan permisiva con que lo hace la ley española, demuestra su nulo respeto por la vida. España no avanza en derechos. Eso es solo la falsedad argumental de un Gobierno entregado a la propaganda. Muy al contrario, retrocede en principios y valores y pervierte el concepto mismo de la libertad. Al mismo tiempo, el Gobierno ha eludido lo que sí es una necesidad urgente, una ley de cuidados paliativos que dignifique al enfermo en sus últimas horas de existencia, que permita no conculcar ninguno de los preceptos morales inherentes a la vida humana, y que no castigue a los médicos con el secuestro de su derecho a la objeción de conciencia.

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