El abrazo sanador
«¿No le da vergüenza denunciar a su hijo por esto?». Éstas fueron las palabras que escuchó María, entre lágrimas, de boca de un fiscal no especializado en menores cuando acudió a la Justicia para poner solución al conflicto que vivía en su casa, donde la situación era insostenible. Su hijo, con 17 años, montaba «un pollo» cada vez que se dirigía a él. Asesorada por un educador no dudó en denunciar. Por ella y por su hijo lo tenía que intentar. Esta madre separada no tenía medios económicos para acudir a otros recursos privados. El juez de Menores lo condenó a pasar un año en el Centro de Convivencia de Dos Hermanas. Entró en septiembre de 2018. El hijo era consciente de que todos los pasos que estaba dando su madre eran en busca de ayuda, no de un castigo. Al dejar a su hijo en el centro, éste no le dijo ni adiós. No le dio dos besos, ni le dio un abrazo, ni le hablaba. No le cogía el teléfono pero ella llamaba todos los días para que supiera que estaba ahí. Él no entendió la denuncia de su madre. Estaba confundido. Pero se aclaró las ideas y la perdonó: «En la primera visita nos dimos un abrazo. Era lo único que necesitaba. Supe que no estaba aquí castigado, sino que era lo que necesitaba». Era el abrazo sanador. «Hay dos formas de afrontar la estancia en el centro: como un castigo o como una oportunidad». Y así lo ha hecho. Ya está fuera del centro. Ha estudiado el Grado Medio de Atención a Personas en Situación de Dependencia. Ahora afronta el Superior de Integración Social y después se plantea el Grado de Educación Social. «Quiero acabar trabajando en un centro de menores para ayudar a los chavales como yo». Como Joaquín y Sergio, los adolescentes residentes, admite que no se arrepiente: «Hice cosas malas, de las que me avergüenzo. Si me hubiese arrepentido y mi madre me perdona, no estaría donde estoy. Hoy tengo una cabeza nueva». Nació un nuevo adolescente.
EL 85% DE LOS RESIDENTES SON CONDENADOS POR VIOLENCIA FILIOPARENTAL Y EL 15% POR ‘COQUETEOS’ CON DROGAS, ROBOS Y PELEAS
La violencia filioparental se puede dar en cualquier familia. Sin embargo, mientras las familias de niveles socioeconómicos más bajos tratan de justificar la actitud violenta de sus hijos o tapan sus escarceos en el mundo de las drogas o los robos, las familias de nivel medio alto son las que piden ayuda y están dispuestas, no sin sufrimiento, a denunciar a sus hijos. Las familias por sí mismas no tienen las herramientas necesarias para revertir la situación y cuando denuncian lo han intentado todo. Es la última salida. No reaccionan a la primera. Antes han sufrido una espiral, empezando con episodios de agresividad verbal, después hurtos en la casa y se acaba con maltrato psicológico y físico, aunque esto no aparece en todos los casos. «Cuanto antes se detecte y se pida ayuda, mayor pronóstico de éxito puede haber. Cuanto más cronificado, más dificultad», augura el director.
El 50 por ciento de los niños atendidos en este centro provienen de familias monoparentales tras separación o divorcio; el 30 por ciento son familias con núcleos tradicionales; y el 20 por ciento, familias reconstituidas tras una separación.
«Las separaciones mal llevadas contaminan a los hijos», añade el director del centro como causa del perfil agresivo de los menores, pues el adolescente manifiesta ese malestar con conductas violentas.
Por eso, el Grupo Educativo de Convivencia Masculino ‘Aire’ también es «una escuela de padres». La relación entre padres e hijos, entre denunciantes y denunciados, se mantiene con tres llamadas a la semana, una visita de los padres al centro para terapias de hora y media cada tres semanas y los permisos.
Estas salidas familiares no son un descanso en la pena, sino que forman parte de la me