EL ÁNGULO OSCURO
La cruda realidad es que la objeción de conciencia ha sido siempre un subterfugio por completo ineficaz
SÓLO existe una cosa que nos fastidie más que ejercer de profeta de calamidades; y es tener razón. Pues a nadie odian tanto los hombres mostrencos que viven ensimismados en el presente como al hombre que avizora el futuro; y mucho más todavía cuando el futuro se torna presente.
Hace unos pocos días, el pudridero europeo aprobaba el conocido como ‘Informe Matic’, que proclama el aborto como un derecho humano universal, solicitando en consecuencia que las colonias del pudridero eliminen de sus legislaciones la objeción de conciencia, por considerarla una grave denegación de «atención médica esencial» y como un «acto de violencia de género». Particularmente grotescos han sido los alegatos de las derechitas cobarde y valiente, que se han negado a aceptar que el aborto puede ser proclamado un derecho porque (‘risum teneatis’) «sólo son derechos humanos los que están en la Declaración Universal de 1948». Estos pobres ilusos todavía no se han enterado de que, por fundarse en una visión progresista de la naturaleza humana, los llamados ‘derechos’ pueden ser remodelados, redefinidos y desnaturalizados, negados o creados de nuevo cuño, mediante mayorías parlamentarias.
La cruda realidad es que la objeción de conciencia (frente al aborto o cualquier otra aberración criminal) ha sido siempre un subterfugio por completo ineficaz. Dejaba a salvo la conciencia personal (a costa de agravar su aislamiento, en un mundo donde la mayoría de las conciencias eran condicionadas en la dirección contraria), que sin embargo se abstenía de emitir juicios objetivos sobre la naturaleza de las cosas. Pero la objeción de conciencia sólo era eficaz en coyunturas antañonas ya superadas, cuando todavía las leyes inicuas querían guardar hipócritamente cierta apariencia de justicia y no se atrevían a proclamar que las aberraciones que protegían constituían derechos inatacables. Pero esa etapa ya se ha superado, como prueba este informe aprobado en el pudridero europeo.
En el ínterin, la objeción de conciencia ha servido para ‘privatizar’ la verdad y defender el bien particular del objetor. Es decir, ha sido una medida antipolítica; pues sólo podemos hablar de política verdadera allá donde se defiende el bien común y se formulan mediante ley juicios objetivos sobre la naturaleza de las cosas. Todo lo demás es vomitiva componenda liberaloide, fundada en el puro relativismo y en el interés personal. A la postre, la objeción de conciencia ha contribuido a arraigar en las conciencias que no hay un orden moral objetivo garante del bien común, sino que cada uno puede montarse su propia moral subjetiva y buscar su interés particular, propiciando a la postre una más encarnizada intervención del Leviatán, que termina imponiendo un orden aberrante y criminal, como hace ese ‘Informe Matic’. Los supuestos defensores de la vida pudieron elegir entre leyes que castigaran el aborto y objeción de conciencia; eligieron objeción de conciencia y ahora tendrán leyes que obligan a abortar sin objeciones.
Matt Hancock, de 42 años, es el prototipo de político ‘tory’. Hijo de un empresario de ‘software’, estudió en Oxford y Cambridge y enseguida se alistó en el Partido Conservador, donde fue secretario de Estado; ministro de Cultura, y por fin, el ministro de Sanidad que pandó con el Covid. La gestión británica ante la pandemia ha sido mala. El siempre ameno y frívolo Boris Johnson comenzó tomándoselo de coña. Con un chocarrero nacionalismo sanitario, confió en el espléndido aislamiento y en la extravagante teoría de fomentar una rápida inmunidad de rebaño. Solo cuando el virus lo llevó al hospital se puso al fin serio, con un duro confinamiento. Su mala gestión se refleja en unos tétricos datos de letalidad, peores incluso que los de España (aunque eso no lo sabemos, pues Sánchez no tiene a bien facilitarnos las cifras reales). El Gobierno británico ha camuflado sus desaguisados con una campaña nacionalista presumiendo de la debatida vacuna de Oxford.
Hancock, el ministro de Sanidad, se llevó un susto el mes pasado. Cummings, el Rasputín que hizo grande a Boris y luego acabó siendo expulsado del Número 10, decidió vengarse del ‘premier’ filtrando interioridades de su cocina. Lo más jugoso fueron unos mensajes de teléfono donde Boris describía a Hancock como «ese jodido inútil». El ministro sobrevivió a ese bochorno, pero no a un beso en un despacho del ministerio captado por una cámara de seguridad. En la imagen, tomada el 6 de mayo, Hancock besa con pasión a su asesora Gina Coladangelo, de 43 años (manaza en su cacha izquierda incluida). Ambos están casados y son padres de tres hijos y eran amigos desde sus días estudiantiles en Oxford. El tabloide conservador ‘The Sun’ publicó la foto el viernes. El sábado se acabó la carrera de Hancock, que dimitió pese al apoyo de Boris. El ministro no cae por sus aventuras adúlteras (aunque se investigará si incurrió en favoritismo al otorgar un salario público a su amante), sino por la hipocresía con que incumplió sus propias normas de distancia social. El día en que él y Gina se relajaban con su arrumaco en el ministerio, imperaban en el país unas férreas restricciones dictadas por Hancock, que prohibían la cercanía en espacios cerrados de personas que no formasen parte del mismo círculo familiar.
Boris intentó sostener a su ministro, dejar que amainase la tormenta. Pero en la vieja democracia inglesa todavía quedan principios. Varios diputados y miembros de su gabinete le dijeron que no, que un ministro que incumple sus propias normas no puede continuar. Se vio forzado a dejarlo caer. Huelga decir que si Hancock fuese ministro de Sánchez ahí seguiría. El Gobierno desdeñaría la acusación como «una cacería de la ultraderecha». Alegaría que el asunto pertenece a la esfera privada y Redondo organizaría para distraer algún sarao propagandístico con Sánchez levitando. Y no pasaría nada. Ahí sigue Marlaska, señalado claramente por la justicia por el cese abusivo del coronel Cobos; o Ábalos, que perdió la cuenta de su retahíla de trolas en el caso Delcy. Una democracia de baja calidad.
No lo duden: en España seguiría en su cargo, porque aquí ya vale todo