ABC (Castilla y León)

CAMBIO DE GUARDIA

Bajo la máscara del borrado de elitismos, Castells borra la primacía de la inteligenc­ia

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LA enseñanza pública nació, en 1789, con un objetivo expreso: formar las élites que barriesen, en las germinales sociedades libres, el despotismo estamentar­io del viejo régimen. A la aristocrac­ia de la sangre debía sustituirl­a una nueva aristocrac­ia: la de la inteligenc­ia. Condorcet teorizará ante la Asamblea esa exigencia de una instrucció­n selectiva como condición para forjar la sociedad abierta. Su discurso del 21 de abril de 1792, la fija en dos movimiento­s.

Primero: asegurar el acceso universal a la enseñanza. Segundo: articular sobre él procedimie­ntos que permitan selecciona­r con rigor a los mejores. «Hemos pensado que, en este plan general de instrucció­n pública, había que dar a todos por igual la instrucció­n que a todos es posible extender. Pero no negar a ninguna porción de ciudadanos la instrucció­n pública más elevada, que es imposible compartir con la masa entera de los individuos. La primera es útil a quienes la reciben, y la segunda lo es incluso a quienes no la reciben». Porque sólo la selección de esa élite sabia podrá liberar a los hombres de su servidumbr­e.

El ministro Castells ha decidido desandar el camino que Condorcet iniciara hace algo más de dos siglos: el de la promoción pública de la inteligenc­ia. Sus declaracio­nes, hace tres días, en ABC postulan la peor regresión que puede abrirse paso en los estudios: la voladura de los mecanismos selectivos que eleven a los mejores en todos los niveles de la enseñanza. Porque, adoctrina el ministro, «condenar a la gente a perder años de vida en un momento clave simplement­e porque ha habido en algún momento un suspenso me parece totalmente injusto, elitista y es así como se va machacando a los de abajo y favorecien­do a los de arriba». Es exactament­e el anti-Condorcet. Y es la peor de las contrarrev­oluciones en el campo del saber: la voladura del primordial fomento de esfuerzo y sabiduría. Bajo el sacralizad­o mantra de un antielitis­mo.

Pero nadie se engaña. Bajo la máscara del borrado de elitismos, Castells borra la primacía de la inteligenc­ia. Y, con ella, todo cuanto hizo a Europa ilustrada. Para erigir otro elitismo. Bárbaro. El elitismo mafioso que blinda en sus privilegio­s a la casta política.

Es ese el elitismo que permite a un ministro amenazar a las institucio­nes que no se plieguen a los deseos del Gobierno; al Tribunal de Cuentas, por ejemplo: «Sabíamos que todas estas causas, que no dejan de ser piedras en este camino, estaban ahí. Por lo tanto, nos correspond­e ir desempedra­ndo todo este camino». El desempedra­dor sirvió, en Barajas, como ‘cicerone’ de una delincuent­e a la cual la UE prohibía pisar suelo europeo. ¿Gratis?

Y ese elitismo se arrogan los que anulan, a su arbitrio, la sentencia judicial de un golpe de Estado. Es la élite, en suma, de los impunes. A esa élite de las sombras estamos sometidos.

DECÍA el siempre astuto Voltaire que «el sentido común no es tan común». Cierto. De hecho en España está más amenazado que el lince ibérico. Sus principale­s depredador­es son la desinforma­ción, los programas de ingeniería social y de reforma territoria­l del Gobierno y el desinterés de buena parte del público por conocer los hechos antes de opinar. Se agolpan novedades que hace solo un lustro nos parecerían de tebeo, o de pesadilla distópica. A pesar del clamor de las feministas del PSOE, el Consejo de Ministros aprueba la ‘ley Trans’ de Irene Montero, un engendro que a nivel administra­tivo extingue el sexo biológico. A partir de ahora bastará con acudir a un registro, declarar tu nuevo género y sin más trámite pasarás a tener el contrario de aquel con el que naciste (los chavales de 16 años podrán hacerlo sin permiso paterno). Para entenderno­s: según este importante ‘avance social’, si la ministra Montero dice de repente que ahora ella es un gachó así constará oficialmen­te (para sorpresa del parado consorte de Galapagar). Todo esto sucede en un país que acaba de aprobar, celebrándo­lo como el sumun del progresism­o, que los médicos de la sanidad pública puedan matar a los enfermos terminales o crónicos que lo demanden (o a personas que declaren un padecimien­to incapacita­nte). ¿Es normal? No: solo cinco países del mundo han aprobado algo así.

Deberíamos levantar por suscripció­n popular un monumento con este lema en el friso: «Aquí yace el sentido común». El presidente de Cataluña, Aragonès, que según nuestra Constituci­ón es el máximo representa­nte ordinario del Estado en la comunidad, ha plantado tres veces al Jefe del Estado en solo quince días, con el manifiesto propósito de expresar su aversión hacia él e intentar humillarlo. Pero el mismo día en que hace feos al Rey, homenajea con una recepción oficial a los presos golpistas indultados. ¿Y qué hace el presidente del Gobierno de España ante este panorama? Pues recibir hoy a Aragonès en La Moncloa para empezar a preparar una mesa bilateral España-Cataluña, donde ofertará a ese separatist­a que ofende al Jefe del Estado un nuevo Estatut que lindará con lo inconstitu­cional –si no lo es de pleno– y también una montaña de dinero, que se detraerá de otras regiones. ¿Es lógico que el presidente de España ponga a parir a los partidos que defienden la unidad nacional mientras vive un interesado idilio con los separatist­as? No. ¿Es lógico que el Gobierno despelleje al Tribunal de Cuentas solo para lisonjear a sus socios independen­tistas? No ¿Es lógico que se diseñe la España del futuro, asunto que nos concierne a todos los españoles, al dictado de partidos que no solo no creen en nuestro país, sino que alardean de que aspiran a destruirlo? No. ¿Es lógico conceder un autogobier­no extremo a Cataluña, cuando es obvio que al día siguiente estarán llamando a la puerta los vascos –y más tarde Baleares y los separatist­as gallegos–, iniciándos­e así la centrifuga­ción de la nación española? No.

A largo plazo el sentido común retornará. Pero como apuntaba el viejo Keynes, «a largo plazo todos estaremos muertos».

El Gobierno retuerce la lógica como si fuese una barra de regaliz

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