Un amargo despertar tras el sueño americano
Jóvenes intérpretes que se jugaron la vida ayudando a las Fuerzas Armadas norteamericanas tratan ahora desesperadamente de sacar a sus familias de un país que Estados Unidos ha entregado de nuevo a los talibanes «Los vemos y los tratamos como iguales a no
gha vive con la angustia de recibir una llamada desde Afganistán anunciándole la muerte de alguno de sus hermanos. Sabe, según cuenta a ABC, que por haber sido él mismo intérprete y asesor cultural del Ejército de EE.UU. hace una década, sus cuatro hermanos y hermanas están en la mirilla de los talibanes en Kandahar. «Ya han ido por allí, preguntando quién trabajó con la coalición, con los gobiernos extranjeros, y tienen una lista de gente
Aa la que pueden matar cuando quieran, porque ahora tienen el poder, y ya los han amenazado varias veces», dice Agha, que pide que se use solo el apodo que le dieron los soldados norteamericanos con los que trabajó codo con codo entre 2010 y 2011, y que le ayudaron a emigrar a Texas como refugiado. El drama de la familia de Agha es común en Afganistán. Desde que comenzó la retirada, EE.UU. y sus aliados evacuaron a 124.000 personas, de las que la inmensa mayoría eran ciudadanos afganos. Unos 63.000 están ahora en bases militares aliadas a la espera de poder emigrar formalmente a EE.UU. como refugiados. La organización humanitaria International Rescue Committee mantiene, tras analizar las cifras oficiales, que desde 2001 más de 300.000 civiles afganos han ayudado a las Fuerzas de EE.UU. y por tanto tienen derecho a solicitar un visado especial como asilados. Más de 200.000 quedaron a su suerte en Afganistán cuando EE.UU. completó la retirada el 30 de agosto.
Y no sólo son esos civiles quienes están ahora a merced de las represalias de los talibanes, sino también sus familiares y los de aquellos que han logrado
emigrar, como Agha. A este joven, que se jugó la vida trabajando para las fuerzas extranjeras de Holanda y Francia antes que las de EE.UU., le duele especialmente el abandono a los afganos. Él vio a otros intérpretes morir en 2010 ante sus ojos, en un ataque en la provincia de Uruzgan, y vivió con el trauma de saber que había balas con su nombre en ellas. En 2011, a los 23, Agha dejó de trabajar para el Ejército y estudió, con la idea de emigrar. Los soldados le ayudaron a pedir un visado, lo que hizo en 2014. Sólo logró el permiso hace un año. Pensaba entonces que EE.UU. seguiría apuntalando la democracia en su país.
«Cuando los políticos tomaron esas decisiones, ¿por qué no pensaron en toda esta generación que ha sacrificado tanto, que creyó en lo que le prometieron, y que ahora descubre que no hay futuro, no hay esperanza? Estoy realmente confundido. Es un fracaso tan abrumador que no lo puedo describir, y no paro de pensar que por mi trabajo hay balas con el nombre de mi familia en ellas», dice Agha, que trabaja en un supermercado y se está sacando el carné para ser conductor de reparto.
La burocracia estadounidense es lenta, sobre todo en asuntos consulares. Y hay políticos, sobre todo republicanos,