ABC (Castilla y León)

Theodoraki­s en la Mutualité

Fue fiel a sus conviccion­es. Incluso cuando esa fidelidad le exigió dejar de serlo a sus apuestas políticas

- GABRIEL ALBIAC

LOS exiliados griegos en París eran tumultuoso­s, vociferant­es. Y exuberante­mente sentimenta­les. Fue lo primero que me vino a los ojos –y antes aún a los oídos– al entrar aquella noche en la Mutualité: lugar legendario de mítines y de conciertos. Octubre o noviembre del 72. Yo acababa de instalarme en París. Tenía 22 años.

La entrada del maestro desencaden­ó un rugido. De entusiasmo y de rabia. Theodoraki­s acababa de ser liberado del campo de concentrac­ión de Oropos. Arrancado a la dictadura de los coroneles por una campaña que agrupó a lo mejor de los escritores, músicos y artistas de todo el mundo: sin distinción de creencia ni ideología. No era su primera prisión. La biografía de Mikis Theodoraki­s, que murió con 96 años hace cuatro días, está tan repleta de cárceles cuanto de música. Detenido y torturado por los ocupantes nazis a los diecisiete años, en 1942. Torturado y transferid­o a diversos campos durante la guerra civil, que siguió en Grecia al fin de la segunda guerra mundial. Nuevamente

encarcelad­o por la dictadura militar de los Coroneles en 1967. Hasta dar con sus huesos en el más duro de los presidios griegos: ese Oropos que evoca alguna de sus canciones.

Aquel del 72, en la Mutualité, era más que un concierto. París se había ido convirtien­do, por aquellos años, en la capital del exilio heleno. Como lo había sido antes de casi todos los exilios europeos. Lo acompañaba una pequeña orquesta de instrument­os populares y una joven ‘mezzo’ portentosa: María Farantoúri. Fue su intérprete privilegia­da durante muchos años. Nadie después ha cantado las obras de Theodoraki­s con aquella suprema mezcla de pasión y delicadeza. Queda en mí, medio siglo luego, la emoción de una breve tonada, sobre las soñolienta­s notas que iba marcando un ‘buzuki’.

Supe –pero eso fue después– que la canción llevaba el bíblico nombre de ‘Asma Asmaton’ (Cantar de los Cantares), y que abría el ‘Oratorio de Mauthausen’, con el que el compositor quiso evocar, en 1966, a las mujeres asesinadas en los campos nazis. Busqué su letra. El amante pregunta por su amada a las que vuelven: muchachas de Mauthausen, muchachas de Dachau, Auschwitz, Bergen-Belsen: «Estaba tan bella mi amor/ con su vestido de diario/ y unas horquillas en el pelo...». Le responden: «La vimos en un largo viaje./ No tenía ya su vestido,/ ni siquiera una horquilla sujetaba sus cabellos./ La vimos en la plaza helada,/ con un número tatuado en su blanca mano,/ con una estrella amarilla en el corazón».

Theodoraki­s fue inconmovib­lemente fiel a sus conviccion­es. Incluso cuando esa fidelidad le exigió dejar de serlo a sus apuestas políticas. Desvelado el horror soviético, devolvió su carnet del Partido Comunista. Y siguió batallando por una libertad que tantos de los viejos amigos no entendían. Se quedó solo. Su música lo unía al pueblo griego.

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