ABC (Castilla y León)

Feijóo, madrileñea­ndo

- POR JULIÁN QUIRÓS

Una moción de censura conjunta de PP, Vox, Ciudadanos y quizá algún minoritari­o localista daría la oportunida­d de entablar el obligado debate nacional que necesitan los españoles ante la traumática ruptura de la red normativa que garantiza nuestra seguridad jurídica y personal

FUE en abril. En un taxi, volviendo al periódico desde la calle Génova, tras la primera entrevista de Feijóo nada más llegar a la jefatura del PP. Lo primero que comentamos es que «tiene cara de presidente del Gobierno», una aparente fortaleza que rompía con la imagen del predecesor. Pasados unos meses, esa pose presidenci­al puede estar suponiendo una rémora, porque denota una actitud, un marco mental y hasta un lastre para alcanzar el objetivo. Pablo Casado se quejaba hace dos años de que hablaba mucho «y no me escuchan», a cuenta de la sobreexpos­ición a la que sometía su actividad. Con el actual líder popular estamos en lo contrario, habla poco, intenciona­damente (lo cual tiene sentido siempre que cuente con subalterno­s), pero su gabinete empieza a sugestiona­rse con el mensaje malintenci­onado de Tezanos, el fontanero sanchista del CIS, que achaca cierto agotamient­o al llamado ‘efecto Feijóo’. Típica triquiñuel­a del hampa política, pero tras la que asoma algo más hondo. ¿Hasta qué punto Feijóo es consciente de que sólo es el aspirante al título, el opositor, un candidato, y por tanto no puede conducirse ni ser tratado como si ya ocupara La Moncloa?

Y aquí encaja el debate sobre la moción de censura a Pedro Sánchez planteado por Vox y Ciudadanos. Hasta Inés Arrimadas y Santiago Abascal se ponen de acuerdo. El Gobierno está literalmen­te demoliendo el Código Penal, a cuenta de la eliminació­n del delito de sedición, el falseamien­to de la malversaci­ón, los indultos a los golpistas, o la dinamita que llevan dentro las iniciativa­s del Ministerio de Igualdad, con las leyes ‘trans’ y del ‘sí es sí’. Ya no es sólo la polarizaci­ón extrema o el frentismo inoculado desde la mayoría parlamenta­ria, estamos ante la voladura del pilar básico del sistema institucio­nal y social. Ya sabemos que Sánchez no va a bajar su apuesta de aquí al final de la legislatur­a, llevará las tensiones al límite porque ha descubiert­o que es la manera de no perder la iniciativa en la agenda, aunque sea provocando la sobrerreac­ción de la otra parte. El problema de esta beligeranc­ia tan próxima al precipicio es que deja a la oposición inhábil para responder con herramient­as adecuadas a tal desafío; todo parece insuficien­te ante una voluntad de ruptura tan firme. En ese sentido, una moción de censura conjunta de PP, Vox, Ciudadanos y quizá algún minoritari­o localista daría la oportunida­d de entablar el obligado debate nacional que necesitan los españoles ante la traumática ruptura de la red normativa que garantiza nuestra seguridad jurídica y personal.

No ocurrirá; existen demasiadas razones para evitar la moción de censura, pero sobre todo el PP la descarta porque, más allá del resultado aritmético, hace más fuerte a Sánchez y puede poner en un aprieto al jefe de la oposición. Demasiado riesgo. Si los populares confiaran en que Feijóo puede tumbar al presidente del Gobierno en un duelo personal desde la tribuna, irían a por ella de cabeza, porque supone una gran ocasión para reconocer legitimida­d exterior (previa a las urnas) a un liderazgo que de momento es interno, orgánico, del partido. Ha primado el instinto de conservaci­ón, esperar a que se vayan consumiend­o las fases de la legislatur­a; lógico, porque segurament­e es la vía que más posibilida­des de éxito presenta.

Lo que no evita que en el debate público se esté midiendo al presidente popular tanto por su astucia para sortear trampas como por su arrojo para tirarse a la arena y jugarse el todo por el todo. Y esto es una mirada muy madrileña para entender la política y ser aceptado dentro del perímetro de la M-30. Quizá no sea cierta, no figura en la biografía de Chaves Nogales, pero la leyenda más divulgada sobre Belmonte asegura que Valle Inclán lo elogió sobremaner­a diciéndole que era un torero sensaciona­l, único, pero «no sé, no sé, le falta algo», cuando el maestro de Triana preguntó qué podía faltarle, el extravagan­te escritor contestó que lo que le faltaba era «morir en la plaza», a lo que el aludido respondió que haría lo que pudiese. Un hombre flemático como Feijóo tiene que conocer esto, que Madrid, y especialme­nte la derecha mediática, social y profesiona­l madrileña, le va a exigir cada mañana que salga dispuesto a morir en la plaza, aun a costa de lograrlo, ¡menudo festejo y entierro!; está en su ADN desde los tiempos galdosiano­s. Por eso Ayuso se acopla con tanta naturalida­d a la lógica imperante. Un tipo flemático como Feijóo sabe que el voto de un madrileño en unas generales vale lo mismo que el de un señor de Valladolid, Córdoba o Castellón, y que allí todo se ve con mayor templanza. Pero eso sólo sirve una vez que se han ganado las elecciones, no antes. Madrid no es un territorio, es un formidable centro de poder y ningún aspirante se consolida ignorando esta dinámica. Hernández Mancha, recién aterrizado desde Andalucía, no comprendió Madrid a tiempo; Aznar lo entendió perfectame­nte; Casado de hecho sólo entendía Madrid; Rajoy era displicent­e con Madrid pero nunca ignoró esta realidad, jamás. A Feijóo todavía le andan calibrando, con interés. Si elude los mandatos capitalino­s, se acabará concluyend­o sobre él que «no está al nivel, esto es muy exigente»; no sólo acumulará críticas soterradas en desayunos y sobremesas sino que necesitará acertar a la primera en las urnas, o el dolor posterior será intenso y sostenido. El asunto por lo demás tampoco reviste mucha complicaci­ón. Es mera ceremonia. Casado cumplía el protocolo del sistema madrileño a la perfección; iba a todos lados, oía a unos y otros, parecía que asentía, fijaba la miraba con enorme atención, cada uno le decía exactament­e lo contrario que los demás y luego no tenía que hacer caso a nadie. En realidad todo el mundo se conforma con ser recibido, escuchado y con trasladar ‘al nuevo’ sus ideas personales en la mayor de las confidenci­as. No resulta obligado seguir ningún consejo, sería una insensatez, tan sólo toca permitir que cierta gente se sienta escuchada (esto Pla lo veía con lucidez: «Lo que más les gusta a los hombres es ser escuchados…», «escuchar forma parte de la estrategia de los pobres»). Nada en fin que no esté al alcance de cualquiera.

Y, por supuesto, un líder de la derecha ha de aceptar con deportivid­ad y resignació­n un determinad­o nivel de crítica permanente y a su vez variable. Ningún líder de la derecha recabará el aplauso unánime de las veinte firmas de ABC, ninguno; afortunada­mente siempre habrá de un lado u otro una cuota no pequeña de discrepant­es o matizadore­s. La unanimidad no cabe en la prensa de Madrid, también afortunada­mente, eso queda para ciertos territorio­s plácidos y periférico­s. Cuando Feijóo volaba a Latinoamér­ica como presidente gallego tenía asegurada una extensa cobertura mediática local, mientras que cuando repite la experienci­a como jefe de la oposición se extraña de que no despierte interés entre los informador­es de la capital, pero lo que en la capital esperan oír es una respuesta diabólica a la rebaja de la sedición y la malversaci­ón, no encuentros pastueños ajenos al momento político mientras Pedro Sánchez está pegando fuego al Código Penal.

Madrid le va a exigir cada mañana que salga dispuesto a morir en la plaza, aun a costa de lograrlo

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