Entre Jersón y el ‘misilazo’
Apesar de la llegada de las nieves, siguen desarrollándose combates en el teatro de operaciones, aunque no se traduzcan en cambios mayores en ninguno de los frentes. Dos acontecimientos de las últimas semanas han sido especialmente determinantes de la actual situación. Uno es el repliegue de las tropas rusas del oeste del bajo Dniéper, atrincherándose al otro lado del río. La recuperación de Jersón, aunque se haya vendido como gran victoria militar ucraniana, ha tenido mucho más significado político que operativo. Porque, por encima de todo, ha destrozado la fantasía política de Putin, quien buscaba imponer la idea de que los territorios anexionados en Zaporiyia, Lugansk, Donetsk y Crimea eran tan rusos como el de Jersón. Ha sido un fracaso conceptual reforzado porque, al igual que sucedió primero en Kiev y después en Járkov, al abandono de Jersón no ha seguido una continuidad ofensiva rusa.
El otro acontecimiento, hace solo una semana, fue la caída de un misil en Przewodow (Polonia), en las proximidades con la frontera ucraniana. Inmediatamente, incluso desde el Pentágono (y, por descontado, desde Kiev) se desencadenó una lluvia de acusaciones que apuntaban a Rusia como responsable del impacto. Algo que Rusia desmintió rápidamente. Y vino lo más sorprendente: antes del inicio de la correspondiente investigación y análisis formal de los hechos, antes incluso de concluir sobre el tipo de arma que impactó, apareció un clamoroso consenso entre los gobiernos de los países europeos ‘más occidentales’ con Estados Unidos y Canadá, quitando de en medio a Rusia, de la potencial autoría del disparo.
En suma, la caída de un misil en Polonia, que causó allí dos víctimas mortales y sumió en la angustia a la Alianza Atlántica, parece que llevó a los diferentes gobiernos que apoyan militarmente a Ucrania a hacerse dos preguntas: ¿qué estamos haciendo? y ¿hacia dónde vamos? O, en otros términos, a repudiar la idea de una escalada de la guerra. Eso refleja, frente a la guerra en Ucrania, la recurrente oposición entre el dogmatismo de unos (en general, los países de la antigua Unión Soviética) y el pragmatismo de los demás. O, si se quiere, indica un contagioso cansancio por un conflicto que a (casi) nadie beneficia.