Pablo en la memoria
Quiso el destino, irónico, que la misma semana de su muerte, Pablo Milanés se volviera ‘trending topic’ en las redes cubanas porque una de esas ‘turistas del ideal’, gente que viaja a La Habana con una boina para tratar de salvar su pobre vida y sentirse importante, lo llamó «gusano». La anécdota no sería citable si no fuera porque la idiota de turno (española, por cierto) fue recibida y celebrada por el dizque presidente de Cuba y su vulgar esposa.
El alejamiento de Pablo del Gobierno cubano había empezado hace mucho tiempo, pero en los últimos años se volvió insoportable para la propaganda oficialista, que apenas lo citaba. Ese cambio es un buen ejemplo de cómo la Revolución se fue vaciando culturalmente, hasta el punto de que una de sus voces emblemáticas, una de las pocas indiscutibles por la relevancia de su contribución musical, acabó siendo tabú entre la burocracia cultural de la isla.
La rotunda crítica de la represión del 11J que hicieron figuras como Leo Brouwer y el propio Milanés enterró la posibilidad de recurrir a las viejas adhesiones de décadas pasadas. Los fundadores de una épica (musical) debieron enfrentar, entristecidos, el fruto amargo de su militancia. Todos aquellos anhelos de cambio, aquel afán de justicia, aquella utopía que tantos sacrificios exigió desembocaban en la triste realidad de una dictadura mediocre. «Guarda tu risa para mañana / y seca hoy tu llanto en tanto / llega la libertad», cantaba Pablo en ‘Día de Reyes’. Pues no: hubo risas y llantos ahogados, pero lo que no llegó nunca fue precisamente la libertad.
El cantor emblemático de la Revolución había sido una víctima temprana de ésta. En 1965, como él mismo ha contado, leyó a Solzhenitsyn y pasó por una de las famosas Unidades Militares de Ayuda a la Producción, los campos de internamiento y trabajos forzados para homosexuales, religiosos y opositores. Se escapó, y tras una estancia en prisión, fue devuelto al campo donde, tras las quejas internacionales, los 23 ‘pelos’ de alambre de púas que separaban a los reclusos habían sido ‘rebajados’ a 14. Pablo acabó, según propia confesión, preso del síndrome de Estocolmo, haciendo con un amigo una obra de teatro para los mismos militares que lo habían recluido.
Otro síndrome de Estocolmo, más elaborado, o una fe a toda prueba en las bondades inherentes de la Revolución, lo llevó a la canción política. Fue la época del ICAIC, la Nueva Trova, Casa de las Américas... El joven hundido en las angustias existenciales del ‘filin’ se pasó al culto del sacrificio revolucionario. Su voz inconfundible animaba las revoluciones del continente y los sueños románticos de la burguesía.
Se ha dicho que Milanés convirtió toda la hiel y la amargura padecidas en hermosas canciones donde se repiten, una y otra vez, los temas eternos de la muerte y el paso del tiempo. Yo creo que su capacidad para fusionar los elementos propiamente musicales de una tradición lo preservan de cualquier bandería ideológica. No quiso renunciar a su país, aunque terminó muriendo lejos, lleno de dolor.
Su país tampoco renunció a él. Al menos, mi generación –desencantada con la Revolución que él defendió– también aprendió sus canciones de memoria, desde aquellas tempranas versiones musicales de los versos de Martí, hasta sus rescates de los viejos soneros, mucho antes de que Buenavista Social Club los volviera a poner de moda. Nos deja un puñado de canciones perfectas, inolvidables. Ese Pablo de todos, que supo decir «me contradigo y me opongo», seguirá para siempre en la memoria musical de la isla, cuando ya nadie se acuerde de comisarios ni censores.
Su alejamiento del Gobierno cubano en los últimos años se volvió insoportable para la propaganda oficialista