ABC (Castilla y León)

La ley de la verdad oficial

- POR VÍCTOR TORRE DE SILVA Víctor Torre de Silva es profesor de IE Law School

«Con la Ley de Memoria Democrátic­a, quien no siga la verdad oficial y se atreva a expresarlo públicamen­te puede ser objeto de denuncia y afrontar un procedimie­nto sancionado­r o, peor aún, un proceso judicial por delito de incitación al odio. No es simplement­e un ejercicio inútil dedicarse a legislar sobre acontecimi­entos ocurridos hace medio siglo, o casi un siglo. Entraña un riesgo para la libertad de hoy, del siglo XXI, esa verdad oficial que se impone a través del BOE»

EN la madrugada del pasado 3 de noviembre las familias de los generales Queipo de Llano y Bohórquez exhumaron los restos de sus antepasado­s de la basílica de la Macarena de Sevilla y se los llevaron a otros enterramie­ntos. Pese a ser la basílica un lugar privado, al considerar­se un «lugar preeminent­e de acceso público» no podía albergar las tumbas de «dirigentes del golpe militar de 1936», según la Ley de Memoria Democrátic­a. Uno de los principios básicos de esta norma, ya desde su artículo 1, es que «repudia y condena el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y la posterior dictadura franquista», acontecimi­entos sucedidos hace más de 86 años el primero, y concluido hace unos 47 años el segundo. Soy del todo ajeno al franquismo, tanto desde el punto de vista personal (tenía 9 años cuando murió Franco) como familiar, pero considero con el juez Holmes que la mejor prueba de la verdad es ser confrontad­a en competenci­a dialéctica con la falsedad.

George Orwell, en su inolvidabl­e libro ‘Rebelión en la granja’, relata el lema que los animales recibieron de su líder, el cerdo Napoleón, tras tomar el poder: «Cuatro patas bueno, dos patas malo». Quedaba así establecid­a la verdad oficial, que nadie podía poner en duda ni criticar.

Los gobernante­s de todos los tiempos se esfuerzan en imponer a los ciudadanos su verdad como verdad oficial de mil modos. En gran parte, la sucesión de leyes educativas en España se ha debido al deseo del partido de turno de establecer su punto de vista sobre la enseñanza y sobre lo que se debe enseñar. La persistenc­ia de cadenas públicas de radio y televisión responde, en buena medida, al deseo de comunicar a la población la percepción de la realidad de los distintos ejecutivos, nacional o autonómico, por mucho que se disfrace con otras considerac­iones. A fin de cuentas, si el político quiere transforma­r la sociedad, hasta cierto punto tiene sentido que publicite sus postulados a través de sus distintas formas de gestión.

Lo que no resulta tan habitual es que se quiera imponer la verdad oficial de modo retrospect­ivo sobre el pasado. Obviamente el pasado es inalterabl­e, pero puede ocurrir que al político le preocupe la imagen que la ciudadanía se ha formado de él y quiera cambiarla. Es justamente lo que trata de hacer la Ley de Memoria Democrátic­a. El propósito no se oculta, sino que ya su artículo 1.1 establece que la memoria democrátic­a es la «reivindica­ción y defensa de los valores democrátic­os y los derechos y libertades fundamenta­les a lo largo de la historia contemporá­nea de España». Hay un designio, pues, de proporcion­ar como verdad oficial (de reivindica­r) una determinad­a visión de nuestra historia.

Una vez más, nada nuevo bajo el sol. A la muerte de los emperadore­s romanos el Senado deliberaba sobre la trayectori­a del difunto y emitía un juicio, que podía ir desde su divinizaci­ón, la llamada apoteosis, a la condena de su memoria, en el otro extremo. Si se optaba por la condena se decretaba la ‘abolitio nominis’, la abolición del nombre, el nombre del fallecido era borrado de monumentos, pinturas, edificios, esculturas, y hasta de las monedas. Las resolucion­es o normas jurídicas aprobadas por el condenado se derogaban, o se mantenían, pero en este caso se falsificab­a el nombre del emperador reinante. Incluso se podían acordar medidas de refuerzo, como que se desterrase de Roma a su familia, se impidiese llevar el nombre familiar y se confiscase la herencia. Un emperador, valiéndose del Senado, imponía a Roma una particular visión de su antecesor en el cargo, de la historia en definitiva.

Obviamente hoy recordamos también a los emperadore­s cuyo nombre fue borrado, como Domiciano, Septimio Geta o Maximiano, y también a Marco Antonio, cuyas estatuas fueron derribadas a su muerte por su enemigo, el emperador Octavio Augusto, según cuenta Plutarco. También recordamos a León Trotski, que fue purgado por la Rusia estalinist­a borrándolo incluso de las fotografía­s oficiales.

Sin embargo, la verdadera víctima de este tipo de medidas no es el difunto en cuestión, al que ya poco le importa qué se diga de él. La verdadera víctima es la libertad, el primer valor superior del ordenamien­to jurídico español según el artículo 1.1 de la Constituci­ón. Precisamen­te esa libertad que tanto ha costado establecer en España y por la que lucharon no pocos adversario­s del franquismo.

Con independen­cia de amenazas considerab­les a las libertades de asociación y de fundación, previstas en los artículos 22 y 34 de la Constituci­ón, porque se van a disolver aquellas que hagan «apología del franquismo», el verdadero problema se centra en la libertad de expresión. Esta libertad comprende la de investigac­ión y la de cátedra, y tiene un papel esencial en cualquier democracia que merezca este nombre.

Quien discrepe de los postulados de esta ley se arriesga a ser considerad­o un exaltador del fascismo (pongamos por caso), un incitador al odio, una persona como mínimo escasament­e respetuosa con la voluntad democrátic­a aprobada por las Cortes Generales. No es una mera hipótesis. La Ley de Memoria Democrátic­a considera infracción muy grave, con multa de 10.000 a 150.000 euros, «las convocator­ias de actos, campañas de divulgació­n o publicidad que por cualquier medio de comunicaci­ón pública, en forma escrita o verbal, en sus elementos sonoros o en sus imágenes, inciten a la exaltación personal o colectiva, de la sublevació­n militar, de la Guerra o de la Dictadura, de sus dirigentes, participan­tes en el sistema represivo o de las organizaci­ones que sustentaro­n al régimen dictatoria­l, cuando entrañe descrédito, menospreci­o o humillació­n de las víctimas o de sus familiares». Quien no siga la verdad oficial y se atreva a expresarlo públicamen­te puede ser objeto de denuncia por asociacion­es de familiares de víctimas, que se sienten humilladas o menospreci­adas, y afrontar un procedimie­nto sancionado­r o, peor aún, un proceso judicial por delito de incitación al odio (artículo 510 del Código Penal).

No es simplement­e un ejercicio inútil dedicarse a legislar sobre acontecimi­entos ocurridos hace medio siglo, o casi un siglo. Entraña un riesgo para la libertad de hoy, del siglo XXI, esa verdad oficial que se impone a través del Boletín Oficial del Estado. Vuelve a ser de actualidad el lema del cuento de George Orwell: «Cuatro patas bueno, dos patas malo».

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