La ley de la verdad oficial
«Con la Ley de Memoria Democrática, quien no siga la verdad oficial y se atreva a expresarlo públicamente puede ser objeto de denuncia y afrontar un procedimiento sancionador o, peor aún, un proceso judicial por delito de incitación al odio. No es simplemente un ejercicio inútil dedicarse a legislar sobre acontecimientos ocurridos hace medio siglo, o casi un siglo. Entraña un riesgo para la libertad de hoy, del siglo XXI, esa verdad oficial que se impone a través del BOE»
EN la madrugada del pasado 3 de noviembre las familias de los generales Queipo de Llano y Bohórquez exhumaron los restos de sus antepasados de la basílica de la Macarena de Sevilla y se los llevaron a otros enterramientos. Pese a ser la basílica un lugar privado, al considerarse un «lugar preeminente de acceso público» no podía albergar las tumbas de «dirigentes del golpe militar de 1936», según la Ley de Memoria Democrática. Uno de los principios básicos de esta norma, ya desde su artículo 1, es que «repudia y condena el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y la posterior dictadura franquista», acontecimientos sucedidos hace más de 86 años el primero, y concluido hace unos 47 años el segundo. Soy del todo ajeno al franquismo, tanto desde el punto de vista personal (tenía 9 años cuando murió Franco) como familiar, pero considero con el juez Holmes que la mejor prueba de la verdad es ser confrontada en competencia dialéctica con la falsedad.
George Orwell, en su inolvidable libro ‘Rebelión en la granja’, relata el lema que los animales recibieron de su líder, el cerdo Napoleón, tras tomar el poder: «Cuatro patas bueno, dos patas malo». Quedaba así establecida la verdad oficial, que nadie podía poner en duda ni criticar.
Los gobernantes de todos los tiempos se esfuerzan en imponer a los ciudadanos su verdad como verdad oficial de mil modos. En gran parte, la sucesión de leyes educativas en España se ha debido al deseo del partido de turno de establecer su punto de vista sobre la enseñanza y sobre lo que se debe enseñar. La persistencia de cadenas públicas de radio y televisión responde, en buena medida, al deseo de comunicar a la población la percepción de la realidad de los distintos ejecutivos, nacional o autonómico, por mucho que se disfrace con otras consideraciones. A fin de cuentas, si el político quiere transformar la sociedad, hasta cierto punto tiene sentido que publicite sus postulados a través de sus distintas formas de gestión.
Lo que no resulta tan habitual es que se quiera imponer la verdad oficial de modo retrospectivo sobre el pasado. Obviamente el pasado es inalterable, pero puede ocurrir que al político le preocupe la imagen que la ciudadanía se ha formado de él y quiera cambiarla. Es justamente lo que trata de hacer la Ley de Memoria Democrática. El propósito no se oculta, sino que ya su artículo 1.1 establece que la memoria democrática es la «reivindicación y defensa de los valores democráticos y los derechos y libertades fundamentales a lo largo de la historia contemporánea de España». Hay un designio, pues, de proporcionar como verdad oficial (de reivindicar) una determinada visión de nuestra historia.
Una vez más, nada nuevo bajo el sol. A la muerte de los emperadores romanos el Senado deliberaba sobre la trayectoria del difunto y emitía un juicio, que podía ir desde su divinización, la llamada apoteosis, a la condena de su memoria, en el otro extremo. Si se optaba por la condena se decretaba la ‘abolitio nominis’, la abolición del nombre, el nombre del fallecido era borrado de monumentos, pinturas, edificios, esculturas, y hasta de las monedas. Las resoluciones o normas jurídicas aprobadas por el condenado se derogaban, o se mantenían, pero en este caso se falsificaba el nombre del emperador reinante. Incluso se podían acordar medidas de refuerzo, como que se desterrase de Roma a su familia, se impidiese llevar el nombre familiar y se confiscase la herencia. Un emperador, valiéndose del Senado, imponía a Roma una particular visión de su antecesor en el cargo, de la historia en definitiva.
Obviamente hoy recordamos también a los emperadores cuyo nombre fue borrado, como Domiciano, Septimio Geta o Maximiano, y también a Marco Antonio, cuyas estatuas fueron derribadas a su muerte por su enemigo, el emperador Octavio Augusto, según cuenta Plutarco. También recordamos a León Trotski, que fue purgado por la Rusia estalinista borrándolo incluso de las fotografías oficiales.
Sin embargo, la verdadera víctima de este tipo de medidas no es el difunto en cuestión, al que ya poco le importa qué se diga de él. La verdadera víctima es la libertad, el primer valor superior del ordenamiento jurídico español según el artículo 1.1 de la Constitución. Precisamente esa libertad que tanto ha costado establecer en España y por la que lucharon no pocos adversarios del franquismo.
Con independencia de amenazas considerables a las libertades de asociación y de fundación, previstas en los artículos 22 y 34 de la Constitución, porque se van a disolver aquellas que hagan «apología del franquismo», el verdadero problema se centra en la libertad de expresión. Esta libertad comprende la de investigación y la de cátedra, y tiene un papel esencial en cualquier democracia que merezca este nombre.
Quien discrepe de los postulados de esta ley se arriesga a ser considerado un exaltador del fascismo (pongamos por caso), un incitador al odio, una persona como mínimo escasamente respetuosa con la voluntad democrática aprobada por las Cortes Generales. No es una mera hipótesis. La Ley de Memoria Democrática considera infracción muy grave, con multa de 10.000 a 150.000 euros, «las convocatorias de actos, campañas de divulgación o publicidad que por cualquier medio de comunicación pública, en forma escrita o verbal, en sus elementos sonoros o en sus imágenes, inciten a la exaltación personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra o de la Dictadura, de sus dirigentes, participantes en el sistema represivo o de las organizaciones que sustentaron al régimen dictatorial, cuando entrañe descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas o de sus familiares». Quien no siga la verdad oficial y se atreva a expresarlo públicamente puede ser objeto de denuncia por asociaciones de familiares de víctimas, que se sienten humilladas o menospreciadas, y afrontar un procedimiento sancionador o, peor aún, un proceso judicial por delito de incitación al odio (artículo 510 del Código Penal).
No es simplemente un ejercicio inútil dedicarse a legislar sobre acontecimientos ocurridos hace medio siglo, o casi un siglo. Entraña un riesgo para la libertad de hoy, del siglo XXI, esa verdad oficial que se impone a través del Boletín Oficial del Estado. Vuelve a ser de actualidad el lema del cuento de George Orwell: «Cuatro patas bueno, dos patas malo».