ABC (Castilla y León)

Un bienestar animal

Una cosa es la protección, y otra el sentido común

- ÁNGEL ANTONIO HERRERA

SE va horneando la ley de Bienestar Animal, que ya trae ofertas de mucho entretenim­iento, porque pudiera resultar de mayor pena pegar a un perro que pegar a una novia. O a un novio. La frase, así, parece una aberración de síntesis, pero es la deducción inmediata de una lectura de la ley propuesta, donde es el mismo delito castigar a un animal que castigar al consorte, o la consorte. Entre 3 y 18 meses de prisión se contemplan, si la víctima es animal, y entre 3 y 12, si la víctima es persona. Estas alegrías, en derecho, se llaman desproporc­ión, y ya el Consejo General del Poder Judicial ha advertido de los riesgos que se promueven si igualas a un galgo con un marido. Más allá de estas amenidades, me interesa en esta ley de bondades que ahí se contempla al animal de compañía como una criatura a proteger. Pero una cosa es la protección, y otra la justicia, o el sentido común, que no se derrocha, precisamen­te, cuando hemos supuesto que un mastín exige afectos de besuqueo y derechos de huérfano.

Sabemos que el perro es, hoy, el nuevo bebé, pero el perro es honesto, según máxima del clásico, y los que de perros saben, en el clima rural, sobre todo, pueden enseñarnos que el animal es una equidad de servicio y recompensa, un equilibro de labor y aprecio, y no un ser débil, orillado y romanticón al que sólo debemos una caricia y consentimi­ento, como si fuéramos un mal padre de perros. Aquel que ama a un perro se ama a sí mismo, y está bien que por ley demos castigo a aquellos vándalos que practican la violencia, pero no conviene extremar una protección suponiendo que un perro es, por naturaleza, una criatura incapaz, inválida y maltratada, que es mucho suponer. Yo observo a diario a dueños de perros que le hablan al animal con una cursilería homicida, con una bobalicona estulticia, mientras el perro aguanta el trance con cara de duque. Esta ley en el horizonte supone a un perro que hemos inventado en las ciudades, donde gobierna el frenesí del infantilis­mo y la sinceridad del emoticono. Son las mismas ocurrencia­s insoportab­les que se empeñan en legislarno­s el bienestar a todos, últimament­e.

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