UNAƫPUERTAƫALƫPARAÍSO
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E600 24 stábamos todavía relamiéndonos los incondicionales de José Antonio Abella con el recuerdo de su última obra, ‘Aquel mar que nunca vimos’, en la que apoyándose en ese género que se ha dado en llamar «novela de no ficción» recreaba la figura del profesor catalán Antonio Benaiges, su labor al frente de una pequeña escuela rural burgalesa, y la impronta que dejó impresa en sus alumnos antes de que los hijos de la sinrazón lo fusilaran apenas iniciada la Guerra Civil española. Y mientras nos relamíamos, nos sorprende el escritor, escultor y galeno burgalés afincado de antiguo en Segovia con una nueva criatura mastodóntica en paginado y en contenido. Y además nos sorprende el autor de ‘La sonrisa robada’ (Premio de la Crítica de Castilla y León, 2014) por partida doble. Como digo, por la proximidad en la publicación, y, sobre todo, porque con ‘Agnus diaboli’ Abella retoma la senda de la ficción de alto voltaje, la que solo está al alcance de unos pocos elegidos.
Dedica la novela el autor a su nieta Lucía, »con la esperanza de que pueda crecer en un mundo de luz clara y sombras leves», y a partir de ahí, y durante la friolera de seiscientas páginas, la trama surge de lo lóbrego, de lo oscuro, del inframundo, para consolidar una joya luminosa e imaginativa, que arranca recordando a los lectores incautos y a los malintencionados que todo parecido con la realidad es pura coincidencia, si lo que se busca es comparar el argumento de ‘Agnus diaboli’ con la polémica que rodeó a Abella y que recorrió medio mundo a raíz de la construcción del diablillo que cinceló por encargo del Ayuntamiento de Segovia y que despertó las iras de los sectores más trasnochados de la ciudad del acueducto, llegando a ocupar un lugar destacado en rotativos tan representativos como The New York Times.
No obstante, para los que consideren inevitable la comparación entre aquella realidad y esta novela, recurre Abella
al ingenio, la ironía y el humor para salir bien librado del entuerto. Y de todos es bien sabido que manejar con acierto el desparpajo resulta con frecuencia más complicado que propagar un libelo rencoroso, anodino y de efectos lacrimógenos.
Podrán pensar algunos, dado el título latino, que la novela es sesuda, compleja, rebuscada, exigente y que no está al alcance de cualquier lector. Y no les faltará razón; porque, aunque —como cuenta el autor en la nota final— el diablo odia el latín, y quizás el uso de latinajos sea una especie de amuleto idiomático frente al maligno, el texto rebosa erudición, conocimiento, juicio, valoraciones sobre la política, la literatura, la sociedad o la religión. Pero también atesora una prosa tan atractiva, que, como si se tratara del ‘bestseller’ más adictivo, empuja a seguir leyendo sin parar para sumergirse en lo más frondoso de un argumento que atrapa a lo largo de una cuarentena de capítulos en absoluto necesitada de medicamentos antibióticos o paliativos.
Sitúa Abella la historia en una ciudad imaginaria, Agghiarka, y en un país figurado, Akantolia. La ciudad está bañada por las aguas del río Gaamkar, y a esas aguas quiere arrojarse desde el puente de San Küpriam el escultor Jozseph Kirlian, pero en el último momento surge de la nada el millonario norteamericano Amadeus Goggins (¿o quizás el propio demonio disfrazado de rey Midas?) para que desista de sus intenciones, invitándolo a tomar algo en un antro de mala reputación, de nombre Parthénope. Allí ambos personajes conocen a una niña, Djavnina, que ejerce la prostitución más aberrante y precoz. Goggins trata de comprarla por un precio desorbitado, para arrancarla de la nefasta influencia de una madre que ejerce el mismo oficio que la hija y de un padre drogadicto, y al final termina adoptándola y confiando su educación a un maestro portugués, que responde al rimbombante nombre de Simáo de Magalháes e Pinto da Silveira, y que se encargará de convertir a Djavnina en la protagonista estelar de la novela.
En cuanto al estilo y los recursos empleados, nos deja pegados el autor con la melaza de sus metáforas prodigiosas, nos deslumbra con ambientaciones cinematográficas, con afortunadas combinaciones de narración en presente y fragmentos de diarios escritos en un tiempo más reposado, nos conmueve con unos diálogos incisivos y atinados y con reflexiones en las que la intuición, la verdad, el bien, el mal, lo divino, lo demoniaco o la luz o la oscuridad parpadean continuamente.
Alude también a lo largo de estas páginas Abella a numerosos escritores clásicos y contemporáneos, manifiesta su pasión por el italiano Papini —es magnífica la conversación apócrifa que mantiene con él—, y por otros como Tomás Sánchez Santiago, que en los albores de este siglo elevó a los altares de las letras castellanas y leonesas a su monumental ‘Calle Feria’. Ahora, quizás para llevarle la contraria al propio Abella, cuando asegura que «el olvido avanza más deprisa que el tiempo», y para compartir lo más alto del podio literario con la novela del maestro zamorano afincado en León, nace esta criatura de pretensiones memorables; esta maravilla que, una vez abiertas sus páginas, como Djavnina en el Parthénope, es una puerta al paraíso.