ABC (Castilla y León)

Vuelve la ley del látigo y de las piedras con la ‘sharía’ más brutal en Afganistán

▶Los talibanes incumplen sus promesas y declaran obligatori­a la aplicación de la norma islámica con todo su rigor ▶Pese a castigos como la lapidación o la flagelació­n, las mujeres afganas mantienen viva la llama de la protesta

- CARLOTA PÉREZ MARTÍNEZ MADRID

La vida de Mahjuba en Afganistán antes de la vuelta de los talibanes no era perfecta, pero podía acudir a su trabajo como profesora en una escuela de secundaria. Paseaba con su hija de dos años por los parques públicos de Kabul y no tenía por qué preocupars­e de si el pañuelo le cubría todo el rostro. Sin embargo, desde que el 15 de agosto de 2021 los talibanes tomaran la capital afgana y volvieran al poder en el país, todo eso cambió. «Recuerdo ese día como el más triste de mi vida. Cuando vi las imágenes de los talibanes entrando en sus convoyes por las calles de Kabul, dije: se acabó», cuenta Mahjuba en conversaci­ón telefónica con ABC.

Esta mujer, madre de tres hijos (dos niños de ocho y cinco años y una niña de dos), permaneció escondida con su marido en la capital afgana. Ahora, Mahjuba se ha convertido en una activista por los derechos de las mujeres en Afganistán. Sabe que su vida corre peligro. Que en cualquier momento pueden entrar en su casa y llevársela. «Todas las noches sueño con que los talibanes me encuentran y me separan de mis hijos». Un miedo permanente desde agosto de 2021. Porque Afganistán se ha convertido en un país regido por unos fundamenta­listas religiosos que siembran el terror allí por donde pasan.

Cuando este grupo, considerad­o por Estados Unidos como terrorista, volvió al poder de Afganistán, insistió en que no tenía nada que ver con los islamistas medievales y brutales que gobernaron el país asiático entre 1996 y 2001. Esta vez sus miembros quisieron presentars­e como más modernos, unos ‘talibanes 2.0’, y al contrario que en su primera etapa –cuando prohibiero­n la televisión– comenzaron a usar las redes sociales para transmitir sus mensajes. «No hay nada que temer», decía uno de los portavoces talibanes días después de haber tomado Kabul. «Nadie va a perseguir a las mujeres. No habrá violencia contra ellas». Prometiero­n que se les permitiría trabajar, estudiar e, incluso, participar en el Gobierno. Nada más lejos de la realidad. Durante este año y medio ha habido persecucio­nes a disidentes y a personal que colaboró con las fuerzas extranjera­s durante los últimos 20 años. Uno a uno, los derechos y libertades que en estas dos décadas fueron consiguien­do los afganos han sido borrados de un plumazo por los talibanes. «Mandaban mensajes tranquiliz­adores sobre la concesión de derechos a las mujeres, pero sabíamos que iban a volver más brutales», señala vía correo electrónic­o la que fuera viceminist­ra afgana en el Ministerio del Interior, Hosna Jalil, ahora refugiada en EE.UU. después de que intentaran matarla a finales de 2020, antes de la llegada de los talibanes.

Y tenía razón. El pasado 15 de noviembre el portavoz talibán, Zabihullah Mujahid, a través de un mensaje en Twitter, publicó la orden del líder supremo de Afganistán, Mullah Akhundzada, de que todos los jueces del país debían «aplicar estrictame­nte la ‘sharía’» (ley islámica). Esta norma, que se basa en la combinació­n del Corán, la conducta del profeta Mahoma y las fetuas (pronunciam­ientos legales en el islam), tiene un margen considerab­le para la interpreta­ción. La que han seguido los talibanes lleva a sancionar con castigos corporales los delitos considerad­os más graves como el adulterio, el consumo de alcohol, el robo o la delincuenc­ia callejera. Las sanciones a estos delitos pueden ir desde las ejecucione­s públicas, la lapidación, apuntación o flagelacio­nes.

Durante su primera etapa de control del país, los talibanes obligaban a

tener un código de comportami­ento y vestimenta determinad­o. Ahora, ese código de vestimenta para la mujer ha vuelto y están forzadas a llevar el burka, la prenda que más oculta el cuerpo de la mujer, o el chador, cubriéndos­e todo el cuerpo menos el rostro.

Panorama desolador

Los últimos informes de las organizaci­ones internacio­nales dejan un panorama desolador. Con la retirada de las fuerzas internacio­nales, lideradas por EE.UU., la pobreza en Afganistán ha aumentado hasta llegar al 95% de la población, según Naciones Unidas. Y las mujeres se han convertido en el eslabón más vulnerable en este Afganistán de los talibanes.

Las tasas de matrimonio infantil forzoso se han incrementa­do en el último año. También los suicidios de las jóvenes y la violencia contra las mujeres y niñas, «incluida la violencia doméstica, que ha aumentado tras el colapso de los mecanismos para su protección», apuntan las investigac­iones de Human Rights Watch y Amnistía Internacio­nal. Una de las primeras medidas que el Gobierno talibán tomó fue derogar todas las leyes, en especial la de protección de la mujer de 2004.

Fariba fue una de las artífices de esta ley. Como magistrada y presidenta de la Corte de Apelacione­s para delitos de violencia contra la mujer y junto a otras 269 compañeras que formaban parte de la carrera judicial afgana, impulsó la creación de un sistema de protección. Hasta se llegó a crear el Ministerio de Asuntos de la Mujer, pero los talibanes lo sustituyer­on

hace unos meses por el Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio. «El trabajo de estos 20 años se perdió», cuenta Fariba, ahora refugiada en Madrid. «Tuve que huir de mi país porque iban a matarme. A mí y a mi familia».

Continúan las protestas

Otras mujeres, como Negina, también activista afgana, no corrieron la misma suerte. Siguen en Afganistán. No tienen los medios económicos para poder abandonar su país. «¿A dónde voy con tres niños pequeños?», se pregunta. «Además, creo que debo quedarme. Tengo que luchar por el futuro de mi hija», añade.

Dentro del país, un grupo de mujeres, donde están Negina y Mahjucalle­s

ba, se organizan cada semana para seguir manifestán­dose por sus derechos. Lo hacen a través de Whatsapp, en un grupo que llamado ‘Mujeres afganas para la participac­ión política’. Comparten ideas para escribir en las pancartas que luego enseñan en las

de Kabul: ‘Mujeres afganas secuestrad­as por los talibanes’ o ‘Pan, trabajo y libertad’. Luchan para que se les permita lo que ahora la ley islámica les prohíbe: estudiar, pasear por parques públicos, viajar sin el acompañami­ento de un hombre o trabajar. También han puesto en marcha escuelas clandestin­as para que las más jóvenes puedan continuar sus estudios, «aunque el temor a ser detenidas hace que muy pocas acudan a estas lecciones», cuentan las activistas. El castigo al que pueden verse sometidas es la cárcel o incluso la flagelació­n pública.

Ya por las redes se han visto imágenes de mujeres que han sido golpeadas con un látigo durante más de un minuto. Además, las cárceles de mujeres cada vez son más numerosas y las condicione­s más penosas. Mahjuba permaneció durante dos semanas en una de esas cárceles. «Las condicione­s eran muy malas, pero lo peor no era eso, sino el estigma y la vergüenza que se queda al haber estado ahí». No fue su caso, pero en la mayoría de prisiones las mujeres sufren agresiones y abusos sexuales y muchas familias llegan a repudiarla­s.

«Se han olvidado de nosotras. Ya nadie mira hacia Afganistán, pero seguimos luchando, seguimos protestand­o», dice Hoda Khamosh, otra activista afgana. Hoda logró huir a Noruega y desde allí intenta mantener viva la lucha. Cada semana se manifiesta con otras mujeres en las afueras del Parlamento noruego. «No podemos permanecer en silencio. Una nación entera está bajo tortura».

Organizaci­ones internacio­nales denuncian el incremento de los matrimonio­s infantiles

Las mujeres afganas crean escuelas clandestin­as y siguen protestand­o contra los fundamenta­listas

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Mahjuba, convertida en activista por los derechos de la mujer en Afganistán, sostiene una pancarta («El derecho a pedir no es pecado, protestar no es malo»), durante una manifestac­ión en las calles de Kabul // ABC
FRENTE A LA BARBARIE Mahjuba, convertida en activista por los derechos de la mujer en Afganistán, sostiene una pancarta («El derecho a pedir no es pecado, protestar no es malo»), durante una manifestac­ión en las calles de Kabul // ABC
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// AFP Jóvenes acuden a clases clandestin­as después de que los talibanes las prohibiera­n estudiar
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// EFE Mujeres permanecen encarcelad­as en la prisión de Kandahar

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