De museos con mi tubo de pintura
Tras la oleada de los ataques a los cuadros, las pinacotecas españolas han actualizado sus protocolos de seguridad, aunque como dijo el ministro de Cultura, «el riesgo cero no existe». Lo comprobamos de primera mano
AMariano de Cavia le dejaron inventarse un incendio en el Museo del Prado. A mí me han pedido que compre un tubo de pintura y lo saque a pasear. El periodismo es un oficio raro. Tan raro como el mundo, por lo menos.
Les cuento. La cosa empezó en París, ciudad del amor y otras filias peores. Un señor con peluca y gorra se levantó de su silla de ruedas (¡milagro!) y lanzó una tarta a ‘La Gioconda’. A gritos explicó que estaba salvando el planeta de su extinción. La performance, muy seria, fue volando a golpe de retuits y vídeos y noticias, y el gesto se convirtió en fenómeno, por esa alquimia del algoritmo y la barbarie. Al hombre le salieron imitadores por aquí y por allá, y la tarta fue una sopa de tomate, y un puré de guisantes, y un bote de pintura negra, y las víctimas fueron Van Gogh, Monet y Vermeer, entre muchos otros. El pasotismo climático, objeto de las protestas, sigue inalterable (la próxima Cumbre oficial del clima será en los Emiratos Árabes Unidos, jeje), pero ahora los museos tienen miedo de sus visitantes. En Madrid, dos jóvenes se pegaron a ‘Las Majas’ de Goya, y antes escribieron en la pared una denuncia contra el calentamiento global. Tras el lío, Miquel Iceta prometió más seguridad, pero avisó de que el riesgo cero no existía, una afirmación que se repite con frecuencia en el mundillo del arte. Así que veamos.
Ay, los protocolos
El tubo de pintura cabe en una mano, y es rojo chillón, aunque no hace ruido. El objetivo es pasearlo por los principales museos de Madrid, que han intensificado sus precauciones tras el lío. Ya todo se va pareciendo a un aeropuerto. O lo intenta. Un logro del activismo.
Son las diez de la mañana de un miércoles. Llueve, pero no moja. Estamos en la puerta del Museo Arqueológico Nacional, hogar de la ‘Dama de Elche’ y demás joyas antiguas. Tras comprar las entradas (tres euros por cabeza; el tubo no paga), nos informan de que no podemos pasar con las mochilas. Preguntamos por qué, pero es como hablar con un muro. ¿Por qué? «No se puede entrar con la mochila». ¿Por qué? «Hay que dejarlas en consigna». De los bolsillos no dicen nada, así que el tubo sigue en su sitio, feliz. Por la cámara de mi compañero tampoco protestan, así que entramos a ver la colección ligeros pero equipados. Es un poco como cuando te ponías la mascarilla para ir al baño en el bar y en la mesa te la quitabas. Ay, los protocolos.
Apenas hay gente. No tardamos en subir a la primera planta a ver a nuestra amiga. La protege una vitrina gruesa, tal vez por eso nadie tiene el ojo puesto en ella. Tres vigilantes hablan entre ellos. Rodeamos la escultura, suena algún disparo (fotográfico) y nada. El tubo está en la mano. Luego nos fijamos en la ‘Gran Dama Oferente’, del siglo III a. C., que no tiene protección. Tampoco hay avisos. Lo mismo con un verraco de piedra de la misma época. Y con un busto en arenisca del siglo II a. C. Y con muchas más piezas, todas con más de dos mil años de vejez. Sería tan fácil mancharlas que da miedo. Ahí va una intuición: las reglas están hechas para quien las cumple, no para quien las rompe. Si no pasan más cosas es por el consenso del sentido común. Por un respeto fuerte al patrimonio. A las reliquias. Y por el miedo que despiertan los uniformes.
Cambiamos de sala. Nos acercamos a los bustos romanos. Le presento el tubo a Marco Aurelio, que no tuerce el gesto. También saluda a otros emperadores. Luego entran un montón de niños. Nos vamos.
La siguiente parada es el Museo Thyssen. Ahora llueve más, y los dos vigilantes de Prosegur de la puerta abren el paraguas. Dentro no hay arco de seguridad, ni escáner, aunque sí otros dos uniformados de la misma empresa que escanean los bolsos a ojímetro. Te piden que tires el agua, peligrosísima. Los abrigos ni los miran, pero te ofrecen ropero. También te dan bolsas para el paraguas mojado. Todo esto ocurre antes de poder comprar la entrada, que son trece euros por barba. El tubo, como los niños, pasa gratis.
En estas contorsiones que exige la seguridad, una señora tiene que pedir permiso para entrar con su paraguas a ver la colección. «Es que lo uso como bastón», argumenta. ¿Y el bastón? «Me lo he dejado en el coche, porque ya tenía el paraguas». Es una lógica aplastante. La mujer que ficha las entradas asiente, comprueba que no miente, se comunica por el pinganillo con sus compañeros y, minutos después, le da el visto bueno. «Pase».
En cada sala del Thyssen hay un vigilante. Y en cada planta varios contratados de Prosegur paseándose y sirviendo de apoyo disuasorio. El resultado es que siempre te sientes observado. Miras un Hopper y alguien te mira, se nota en la nuca. Cuando pasas más de cinco minutos enfrente de ‘Habitación de hotel’ ya te sientes sospechoso, porque la seguridad es incomodidad. Un obstáculo al disfrute. Y eso es lo contrario del museo.
—Las paredes antes eran de otro color, ¿verdad?—, pregunta el fotógrafo.
—No sé, yo llevo poco aquí—, responde un vigilante de sala.
—¿Han contratado gente últimamente?
—Sí, casi han doblado el personal con todo esto.
Las reglas están hechas para quien las cumple, no para quien las rompe. Si no pasan más cosas es por el consenso del sentido común
Así que los activistas iban a luchar contra el cambio climático y han terminado luchando contra el paro. Al final, el pobre tubo solo pudo salir del bolsillo a ver un Bacon (‘Retrato de George Dyer en un espejo’). Se fue traumatizado del museo.
Despliegue imponente
Próxima estación, Museo del Prado. Son las doce de la mañana. La cola no da la vuelta al edificio: buenas noticias. Esperamos un rato para comprar la entrada (quince euros por cabeza; el tubo, claro, viaja con salvoconducto) y luego otro rato más largo para acceder a la pinacoteca. Al cruzar la puerta entendemos por qué. Dos arcos de seguridad y dos escáneres detienen el tiempo para que nadie entre sin que se revisen sus pertenencias. A veces te obligan a dejar la mochila en la consigna. Es un despliegue imponente, pero impotente: el arco de detección de metales no pita ni con la cartera ni con el móvil en los bolsillos. Tampoco, claro, con el tubo, que sigue su periplo artístico.
Lo primero que hay que ver ya no son ‘Las Meninas’; son ‘Las Majas’. Hay una vigilante con el rostro muy serio que no aparta la vista de los cuadros. En cuanto alguien saca el móvil, corren a avisar de que las fotos están prohibidas: es remar contra el siglo, aunque sin ‘smartphones’ nada de esto hubiera ocurrido. ¿Para qué liarla cuando no puedes contarlo? Con el arte no ocurre eso. Hay quien pinta para sí mismo, como Goya en la Quinta del Sordo. En la sala de las Pinturas Negras, por cierto, no se ve a nadie de seguridad, aunque se supone que en el Prado hay una brigada especial de la Policía Nacional...
Para pasar el mal trago del Thyssen, el tubo sale a ver un Caravaggio (‘David vencedor de Goliat’; al tubo le gusta el tenebrismo). El tubo sabe que quien quiere, puede. «Si una persona quiere atacar una obra de arte, encontrará la manera», le dijo Hans-Peter Wipplinger, director del Museo Leopold de Viena, al ‘New York Times’ después de que dos activistas rociaran uno de sus Klimt con un líquido negro…
Continuamos un paseo despistado y caprichoso. A veces, los ojos que se supone que debe velar por la integridad del arte no levantan la vista del móvil. En ‘Corazón tan blanco’, Javier Marías imaginó a un vigilante pirómano, y ahí aventuró que la existencia misma de la pintura dependía de sus guardianes, a los que «habría que pagar maravillosamente bien y procurar tener muy contentos». «‘Las Meninas’, decía, existen gracias a la benevolencia o perdón cotidiano de los guardianes. (...) Mi padre era bien consciente de que un hombre o una mujer que pasa sus días encerrado en una sala viendo siempre las mismas pinturas (...) podía enloquecer y propiciar un odio mortal hacia esos cuadros». Pero resulta que el odio viene de fuera. De gente –como las mujeres que entraron en la National Gallery para arrojar sopa de tomate sobre ‘Los girasoles’, de Van Gogh– que cree en aquella dicotomía tan vieja de «el arte o la vida». Como si no fueran lo mismo. Como si la belleza fuera un capricho (burgués) y no un destino (humano). Avanzamos, sí. En dirección contraria.
Toca visitar a Van der Weyden, ‘El descendimiento’. ¿Por qué? Porque sí: el arte no necesita explicación. Al principio, una guía explica los detalles de la composición, los colores, la transparencia aérea de las lágrimas de María. Después pastorea a su grupo a otra parte, y nos quedamos casi a solas. Pasan diez minutos hasta que llega alguien de seguridad. Da tiempo hasta de pensar en Zbigniew Herbert (fue mucho tiempo), en aquello que escribió sobre Rubens, Van Dyck y compañía. «No podemos sino envidiarlos. (...) Su profesión era universalmente reconocida, y tan evidente como la profesión de carnicero, de sastre o de panadero. A nadie le venía a la mente la pregunta de por qué existe el arte, puesto que un mundo sin cuadros habría sido sencillamente inconcebible».
Lo pop es el peligro
El fin de camino es en el Reina Sofía. La entrada son trece euros por persona; el tubo sigue con su pase VIP. Hay que pasar un arco de detección de metales, también hay que pasar la mochila por el escáner, pero no hay que quitarse el abrigo. Los que manejan el acceso son de Ilunion, no Prosegur, porque cada museo gestiona sus asuntos.
Nos apresuramos a ver el ‘Guernica’, en la sala 205, la única en la que no se pueden hacer fotos a no ser que seas un Rolling Stone. ¿Por qué? «Para garantizar la calidad de la visita y evitar molestias a los demás visitantes», como reza el cartel.
Hay dos vigilantes custodiando la obra, uno en cada extremo, muy serios. Un cordón marca la distancia de seguridad para disfrutar de Picasso: dos metros (hemos vuelto a la pandemia). Con eso, suponemos, es imposible que alguien pueda descolgarlo y llevárselo al norte. O peor: al Prado. Y no hemos dicho nada de los policías de paisano que sabemos que rondan por la planta… El tubo se queda sin cubismo.
Ahí donde hay una obra célebre hay unos ojos atentos y celosos, que de paso ratifican el canon pop: lo pop es lo que corre peligro... En un tiempo de pantallas y metaversos, de no-cosas, los activistas climáticos han venido a confirmar a Walter Benjamin: la obra de arte, que es única e inimitable, tiene un aura magnética, una gravedad mayor que cualquier copia. Por eso atacan un Vermeer y no un cartel publicitario. Y por eso la gente se indigna tanto.
En fin, cuando Mariano de Cavia tuvo que explicar por qué se había inventado un incendio en el Museo del Prado en la segunda página del periódico, escribió: «Hemos inventado una catástrofe… para evitarla». Nosotros hemos hecho una estupidez... para evitar otra.