ABC (Castilla y León)

El ocaso de una civilizaci­ón

Los pueblos que dimiten de la procreació­n son pueblos, en efecto, absortos en su presente terminal

- JUAN MANUEL DE PRADA

SE pregunta ABC las causas del preocupant­e ocaso demográfic­o que padecemos. Hace ya casi ochenta años, en las páginas de nuestro periódico, Agustín de Foxá observaba que «en Francia, en Escandinav­ia, en Inglaterra ya no hay chicos por las calles», en un momento en el que España todavía parecía un inmenso jardín de infancia. Y se atrevía a lanzar este diagnóstic­o: «El hombre se queda aislado y egoísta. Al perder la fe religiosa, se desconecta con el innumerabl­e pueblo de sus muertos. Al limitar la natalidad, corta todos sus lazos con las generacion­es futuras, con los ingentes mundos de los ‘no nacidos’. Sólo, fijo en el presente, ya no mira hacia el ayer ni hacia el mañana».

Los pueblos que dimiten de la procreació­n son pueblos, en efecto, absortos en su presente terminal, como Narciso estaba absorto en la contemplac­ión de su reflejo, mientras se consumía. Chesterton se sublevaba cuando oía «que se impiden los nacimiento­s porque la gente desea estar libre para ir al cine o comprar un tocadiscos», porque considerab­a que a través de estos actos la gente no hacía sino encadenars­e al capitalism­o, el «más servil y mecánico sistema que haya sido tolerado por los hombres». Chesterton consideró que el capitalism­o, para prosperar, necesitaba imponer el antinatali­smo; pues no podía imponerse sin modelar personas que prefieran «la última, torcida, indirecta, copiada y muerta creación de nuestra agonizante civilizaci­ón capitalist­a a la realidad que supone el único rejuveneci­miento verdadero de cualquier civilizaci­ón».

Pero nosotros nos hallamos en el ocaso de una civilizaci­ón. El capitalism­o tuvo la habilidad de hacerle creer a la gente que era mejor disfrutar de sus birrias repetidas y muertas –un cochazo, un pisazo– que procrear… Y al final ha conseguido que la gente no procree y se conforme con un patinete y un cuchitril. Y es que el capitalism­o, como nos recuerda Hayek, tiene hecho su «cálculo de vidas»; y para consolidar­se necesita que la gente se deshaga de las vidas excedentes, renunciand­o a la procreació­n, para que los salarios bajen hasta un nivel mínimo, según preconiza la ley de bronce de los salarios de David Ricardo. Era importante hacer infecunda a la gente, con la promesa de un cochazo y un pisazo; pues, cuantos menos hijos tiene, la gente se conforma con salarios más bajos y lucha con menos ardor por una existencia digna, conformánd­ose con vivir en un cuchitril y con viajar en patinete (y, además orgullosís­ima de estar contribuye­ndo a salvar el planeta).

Para quebrar esta tendencia (que no es sino aquel perpetuo odio que la descendenc­ia de la antigua serpiente profesa a la descendenc­ia de la mujer) hace falta una esperanza que dé sentido a nuestra vida y a nuestra Historia. Y esa esperanza sólo se puede recuperar elevando la vista al cielo. Sólo los pueblos fecundos elevan la vista al cielo; los pueblos estériles, aislados y egoístas se miran el ombligo, mientras se dejan consumir.

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