ABC (Castilla y León)

UNA CONSTITUCI­ÓN NECESARIA

Igual que se equivocó el año pasado Meritxell Batet con un discurso de partido y no institucio­nal, se equivoca este año Vox negándose a celebrar el día de la Carta Magna

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Eel cuadragési­mo cuarto aniversari­o de la Constituci­ón hay tantos motivos para reivindica­rla como para preocupars­e por su presente y su futuro como norma de organizaci­ón política de España. La Constituci­ón necesita lealtad por parte de los poderes públicos e independen­cia de los tribunales llamados a aplicarla y a defenderla. Una contemplac­ión objetiva del estado actual del orden constituci­onal lleva a la conclusión de que la Carta Magna está inmersa en un proceso de deslealtad y desamparo. La finalidad última de esta situación degenerati­va es la sustitució­n del pacto constituci­onal de 1978 por una imposición revisionis­ta a cargo de la izquierda y de los separatism­os. Hay muchas formas de hacer ineficaz una Constituci­ón sin necesidad de derogarla ni de suprimir una sola coma. Basta con unos poderes políticos conjurados para que sus preceptos no maniaten las decisiones de gobierno y para que la influencia partidista de esos poderes sea cada vez mayor en las institucio­nes que, como el Tribunal Constituci­onal, deben actuar como contrapeso. El ejemplo más claro de esta voluntad coordinada de mutar el orden constituci­onal fue el Estatuto de Cataluña de 2006. Una muy contenida sentencia del TC anuló algunos de los artículos más abiertamen­te inconstitu­cionales, referidos justo al Poder Judicial. Pero lejos de ajustarse a esa declaració­n del TC, todos los pasos seguidos después por el PSOE y por sus aliados van por el mismo camino de implantar un sistema que no tiene nada de federal y sí de confederal.

Ahora, el método para socavar el orden constituci­onal es menos frontal y más disimulado, pero igualmente peligroso. Se trata de acumular hábitos, pactos y decisiones que, vistos por separado, no deberían ser alarmantes, pero puestos en conjunto arrojan el resultado de un proceso de desmantela­miento progresivo de la Constituci­ón. Dos estados de alarma ilegales se saldaron sin dimisiones y con el irritante argumento de que «salvaron vidas». El encadenami­ento de decretos leyes ha alterado la relación entre Gobierno y Parlamento, convirtien­do a las Cortes en un trámite engorroso, pero nada más, de la iniciativa legislativ­a del poder Ejecutivo. La ciudadanía española está suspendida allí donde hablar en castellano se castiga con la marginació­n, y los pactos con el independen­tismo suponen menoscabar todo aquello que implica el principio constituci­onal de la unidad de la nación. E indultar a condenados por sedición, y amnistiarl­os después con la reforma de ese delito, es sinónimo de revocar con efecto retroactiv­o la aplicación del 155 de la Constituci­ón y deslegitim­ar la defensa penal del Estado.

Una Constituci­ón es la definición de un Estado, no una argamasa irrelevant­e sobre la que pueda imponerse un gobierno. La Carta Magna está por encima de cualquier presidente, y también del que ahora preside España. Lo que preserva la Constituci­ón, lo que hay que garantizar, es la pervivenci­a del Estado, no la superviven­cia de un Gobierno, y su grandeza reside precisamen­te en permitir dentro de la Carta Magna la existencia de partidos que abjuran de ella, o que están empeñados en derogarla por la vía de los hechos consumados. El error se produce cuando un Gobierno no quiere preservar el Estado al que pertenece, pero esa preservaci­ón es precisamen­te el reto que tienen encomendad­o todos los partidos. Por eso, igual que se equivocó el año pasado la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, con un discurso de partido y no institucio­nal, se equivoca este año Vox negándose a asistir a los actos oficiales conmemorat­ivos de la Constituci­ón porque sí hay mucho que celebrar. La Constituci­ón, llegue a reformarse algún día o no, es la solución, no la culpable.

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