«El victimismo de hoy me enferma»
▶La novelista francesa publica ‘Primera sangre’, una obra en la que cuenta la historia de cómo su padre salvó la vida de dos mil personas en el Congo
Amélie Nothomb (Kobe, Japón, 1967) llega a Madrid de negro impoluto y absoluto, como de costumbre, pero hay en ese estilismo algo de duelo: ya verán por qué. La escritora, que lleva treinta años sin faltar a su cita anual con los lectores, presenta ahora ‘Primera sangre’ (Anagrama), una obra en la que relata la gesta de su padre, Patrick Nothomb, un diplomático belga que en 1964 salvó la vida a dos mil personas durante un secuestro en el Congo.
—¿Por qué vuelve ahora a esta historia familiar?
—Porque mi padre falleció. Murió el primer día del primer confinamiento por el coronavirus. Yo estaba confinada en París, y él en Bélgica... No pude ir a su funeral. No pude ir a despedirme. Fue durísimo. Así que escribir este libro fue una forma de saldar un duelo imposible.
—En la novela compara a su padre con Sherezade.
—Es que salvó la vida de dos mil personas, y lo hizo solo con la palabra, solo con el lenguaje. Aquel secuestro en Stanleyville duró cuatro meses, y todas las mañanas los rebeldes cogían los kalashnikovs y apuntaban a los rehenes diciéndoles que los iban a matar a todos. Y todas las mañanas mi padre decía: vale, pero primero vamos a hablar. Y hablaba con los rebeldes hasta que estos se aburrían. Y a la mañana siguiente empezaba de nuevo. Esto ya es admirable de por sí, pero es que además mi padre era un hombre que no hablaba mucho. No era un dicharachero, pero de alguna manera encontró esa magia de la palabra: la palabra que impide la muerte, que la retrasa. Y yo le debo la vida a eso: mi padre decidió traerme al mundo porque milagrosamente salvó su pellejo. Así que yo soy la encarnación de ese poder mágico de la palabra. Tal vez por eso me hice escritora.
—¿Y le contó él esta historia, con todas sus angustias, o tuvo que investigarla?
—Mi padre era un hombre muy pudoroso. Hablaba muy poco de él. Y sobre todo nunca hablaba de sus sufrimientos. Para su generación hablar del sufrimiento propio era algo muy grosero, muy poco educado. Así que me enteré indirectamente, a través de familiares… Él escribió un libro sobre su experiencia del secuestro, pero era un libro sin ninguna emoción, sin ningún sentimiento, un libro que solo contaba los hechos. Y lo que a mí me interesaban eran justamente las emociones de mi padre.
—Ese pudor es algo ya del pasado, ¿no? Hoy se hace mucha literatura con esa intimidad, con ese dolor.
—Antes había una auténtica autocensura de las emociones negativas. Y más en el ambiente aristocrático de mis padres. Se podía sufrir, claro, pero no tenías ningún derecho a contarlo. Hoy es exactamente lo contrario. Cuanto más se cuenta el sufrimiento, mejor te va literariamente. Aunque yo tengo un problema con el victimismo, con el dolorismo. Hablo muy poco de sufrimiento. Y cuando lo hago lo hago con ligereza. El victimismo de hoy me enferma. En eso no soy una escritora totalmente moderna.
—¿Por eso se agarra al humor en el drama?
—Sí, la solución a eso es el humor. El humor es la forma de hablar de cosas extremadamente graves con ligereza.
—Decía que estaba destinada a ser escritora. ¿En qué momento descubrió esta vocación?
—Empecé a escribir con diecisiete años sin saber lo que hacía. Acababa de salir de una adolescencia horrible, estaba totalmente sola, era una inadaptada social. Las cosas no iban bien, para nada. Así que escribía por malestar, y sin ninguna ambición. Hicieron falta muchos años de escritura para que ese ejercicio empezase a parecerse a algo. Para que empezara a pensar: vaya, hay algo aquí, tal vez podría intentarlo. Pero no sabía lo que hacía. Tuve que escribir este libro para entender por qué estaba destinada a ser escritora. —Han pasado ya 30 años desde la publicación de ‘Higiene del asesino’, su primera novela. ¿Se reconoce en aquella voz joven?
—Todo ha cambiado y nada ha cambiado.
Escribo en el mismo estado de excitación, con el mismo miedo, el mismo placer. Pero mi escritura es distinta. Se ha hecho mucho más sobria. Y yo soy otra persona. Entonces estaba desesperada y creía que el cinismo era el único destino. Pero lo que escribo hoy no tiene ningún cinismo.
—Es más común pasar del idealismo al cinismo. Hay algo bello en que en su caso sea al revés.
—Sí, aunque mi vida no ha terminado. Todavía puede evolucionar [y ríe]. —Le cito: «La infancia tiene la virtud de no intentar responder a la estúpida
pregunta: “¿Me gusta?” Para mí se trataba de descubrir».
—Es la gran virtud de la infancia: no tener juicio, simplemente entrar en contacto con las cosas de forma espontánea. Pero con la adolescencia cambia, y es al contrario: se pone uno a juzgarlo todo. La mirada de la infancia me gusta mucho más. Es una mirada sin moral.
Disciplina «Escribo más o menos tres libros al año para publicar uno solo. El secreto de la escritura es no parar nunca»
—Repite mucho que uno nunca se recupera de la adolescencia.
—Es que es así. Algo que quiero preguntar a todo el mundo es: ¿cómo habéis sobrevivido a vuestra adolescencia? Es
algo tan terrible... Yo sobreviví en gran parte gracias a la literatura. —¿Recuerda algún autor en especial?
—Marguerite Yourcenar jugó un papel muy importante. En mi adolescencia, por muchas razones, la feminidad fue un problema para mí. Convertirme en una mujer adulta me parecía algo abominable. No tenía ninguna mujer adulta como referencia. ¿En cuál convertirme? Todo lo que se me mostraba me parecía terrible. O era demasiado distinta a mí. Y en Bélgica descubrí que estaba Marguerite Yourcenar.
—¿Es usted nostálgica?
—Sí, soy una persona extremadamente nostálgica. Aquí estoy, hablando de mi padre... Soy muy nostálgica de ese padre que no conocí.
—En ‘Primera sangre’ tenemos un personaje buscando su lugar en el mundo constantemente. Y su lugar en el mundo con respecto a los otros también. Es una constante en su obra.
—Es cierto, es un tema recurrente. Creo que he heredado esa angustia paterna. Tuve una infancia muchísimo menos trágica que la suya. Pero era la hija de un diplomático, así que cada tres años perdía todo mi universo para empezar en otro lugar. Y rápidamente eso me dio una sensación de exilio. Cuando llegué a Bélgica tenía 17 años. Y me sentí todavía más sola que en otros lugares. Así que tuve que encontrar mi lugar. Mis personajes muy a menudo son así, personajes marginales. No marginales trágicos, no vienen de países en guerra, sino marginales ligeros [y ríe].
—Desde 1992 publica un libro al año. ¿Por qué esa disciplina?
—Y escribo mucho más. Ahora estoy escribiendo mi manuscrito número ciento siete. Escribo más o menos tres libros al año para publicar uno solo. Esto se ha convertido en una gimnasia maravillosa. La gente me pregunta cuál es el secreto de mi inspiración, y lo tengo muy claro: el secreto es no parar nunca, como hacen los grandes deportistas. Mi inspiración es mi único músculo. Lo trabajo constantemente, así que siempre está en forma. Me gusta vivir en esa corriente perpetua de la inspiración. Me da un equilibrio que no tenía antes. Y publicar con regularidad es importante. La escritura es un oficio de soledad. Y esa soledad tiene un lado muy bueno, pero también uno muy angustiante. Es bueno conservar el contacto con el resto. Saber que hay alguien al otro lado.
—Alcanzó el éxito muy pronto. ¿Eso pesa de algún modo?
—Es muy positivo y muy angustiante. Estoy en la situación de alguien que vive una historia de amor loco desde hace 30 años. Es genial, pero es terrible. Hay que seducir constantemente.
—¿Y nunca se ha cansado? ¿Nunca se ha planteado parar o bajar el ritmo?
—Jamás. Es muy difícil, pero me encanta.