LLAMAZARESƫƫ ENƫESTADOƫPURO
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Hacia la mitad del cuarto capítulo de ‘Vagalume’, el narrador confiesa que su entrega a la escritura no ha transformado su vida, como creyó cuando era joven, en algo apasionante, sino que, muy al contrario, la ha convertido en «aburrida y rutinaria». Esa dedicación plena, una pasión que juzgara «emocionante como vivir en una película» ha sido relativizada por la costumbre, lejos del «entusiasmo de la juventud, cuando cada palabra era una apuesta».
Pues bien, nada más lejos de la realidad, a esta última narración me remito, en lo que se refiere a la actividad creativa de Julio Llamazares, que no ha cejado en su empuje, conservando esa difícil naturalidad estilística en el fondo y la forma que lo caracteriza desde sus inicios. Ocho años después de ‘Distintas formas de mirar el agua’ nos regala una nueva novela, luciérnaga, pues tal es la traducción del gallego o del portugués del título que adelantábamos arriba, como muestra de que sigue en plena forma, de que no ha perdido en absoluto su contrastado olfato narrativo, que es un don y no se aprende en los talleres de escritura: «A escribir sólo hay una forma de aprender: leer», como recuerda el narrador en primera persona que zanjaba las conversaciones sobre literatura, delante de un whisky, su maestro Manolo Castro, a cuyo funeral acude al comienzo de la novela.
Por eso creo que ningún lector, ni el fiel ni el que se incorpore a la legión de devotos del escritor leonés, se sentirá defraudado con esta incursión de Llamazares en el subgénero de la novela de misterio, incursión relativa, ya que el suspense, mantenido con buen pulso hasta el giro argumental harto sorprendente del desenlace, es más bien un trampantojo, si no lo que los enterados llaman un ‘macguffin’, varios a lo largo de la trama ensamblada al milímetro. El propio narrador, depositario de las inquietudes expresivas del autor, lo argumenta al final del citado y decisivo, desde el punto de vista argumental, capítulo, de forma irónica y en cierto modo autocrítica, cuando señala que en el paquete-libro que ha recibido al inicio de la historia, de manera anónima, por parte de una mujer enigmática, fantasmal, becqueriana, en el hotel donde se aloja, se encuentran los ingredientes básicos de toda intriga que se precie de serlo, a saber: «una sorpresa inicial, una figura misteriosa, quizá una historia de amor secreto».
Aunque siempre lejos de la obra de tesis, en realidad, como sucedía, por caso, en ‘La lluvia amarilla’ con la soledad, desde la técnica del monólogo, o en ‘Distintas formas de mirar el agua’ con el desarraigo, desde el perspectivismo coral, la trama se dispone al servicio de una idea central como eje vertebrador. En ‘Vagalume’ se trata de una concienzuda, demorada «reflexión sobre el oficio de escribir», la naturaleza de la escritura, de dónde viene ese impulso, esa necesidad que Rilke consideraba imprescindible, «como respirar», y la identidad del escritor, cuya figura se aborda a través de tres espejos donde se vierte la trayectoria literaria, sometida a revisión, del autor: Castro, el director del periódico local de provincias donde se formó el narrador como plumilla de Cultura, bajo su guía, a la sazón escritor frustrado cuando podía teóricamente haber sido un novelista de culto; su padre, represaliado tras la guerra, que
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al no poder ejercer de maestro tuvo que ganarse los garbanzos componiendo a destajo ficciones del Oeste o policiacas destinadas a la venta en quiosco; y César, el narrador, metido por las circunstancias a detective, por la rama textual.
De algún modo, a mi juicio, los tres confluyen en el autor, no sólo en su condición de luciérnagas que escriben en la noche, insomnes y casi, o de todas, clandestinamente, sino como proyección parcial y distorsionada de la experiencia del escritor, como criaturas suyas de ficción, «sombras en el tiempo», hasta conformar una especie de caleidoscopio, que bien podría ser un título alternativo de la novela, con cierta estructura, a mayores, de matrioshka, de muñeca rusa. Al parecer, el personaje principal, Castro, es un trasunto de Mario Lacruz, el mítico editor de Seix-Barral, que tras descollar con su opera prima siguió escribiendo furtivamente sin intención de publicar. Podría incluso conjeturarse, quizá de manera un tanto temeraria, que la novela en su conjunto sea un homenaje a ‘El inocente’, la única obra, tan onettiana, «dura y desesperanzada» como la ‘Vagalume’ de Castro, que Lacruz editó en vida, y con la que ganó, igual que su alter ego, si bien este castrado de raíz por la censura franquista, un premio de campanillas, puesto que está montada sobre un artificio a modo de ardid detectivesco.
Aun dejando al margen numerosos aspectos, tal es su riqueza de matices, del meollo metaliterario del libro, por apurarlo, me he quedado sin el espacio necesario para comentar por extenso otras temáticas complementarias, que darían mucho de sí, así como los distintos estratos de la urdimbre de la materia narrativa, paralelos o tangenciales, a la columna dorsal de ‘Vagalume’. Me limito a apuntar algunos. Por la vertiente del contenido, es fundamental la composición de un personaje secundario, Carracedo, viejo lobo de redacción acodado a las barras, resabiado y lúcido, responsable de tres frases lapidarias que funcionan como ‘leitmotivs’ latentes: la inicial en torno a la consideración de sobrevivientes de quienes hemos alcanzado cierta edad, la imposibilidad de acceder a los adentros de nadie, pues «el alma humana es un pozo», y la constatación de que «todos tenemos tres vidas, la pública, la privada y la secreta», que me ha traído a la cabeza, como prueba de su veracidad, los tres tipos de diario que llevaba en paralelo Tolstói para despistar a su sufrida esposa Sofía, que se vengaba recurriendo más o menos a lo mismo.
Pero no menos importancia adquieren la relación entre carácter y destino, formulada por Heráclito de Éfeso y
UNAƫMUESTRAƫMÁSƫƫ DEƫSUSƫDOTESƫDEƫ FABULADORČƫƫCONƫƫ LASƫHABITUALESƫ PINCELADASƫLÍRICAS
tan cara a Walter Benjamin o nuestro Rafael Sánchez Ferlosio, las indagaciones interrogativas en el tiempo, «ese óxido invisible pero mortal que todo lo va royendo sin que nos demos cuenta hasta que ya es tarde», sobre todo en la hipótesis, de raigambre machadiana, «se canta lo que se pierde», de restitución de lo perdido frente a la melancolía por su paso acelerado, efímero, que impregna toda la novela, o las variaciones de significado que adquiere en las huellas sucesivas durante la narración la cita a modo de frontispicio de ‘Las palmeras salvajes’ de Faulkner: «Entre la pena y la nada elijo la pena». En cuanto a los estratos a los que he aludido antes, al menos mencionaré dos presentes en el desarrollo de los hechos: el entramado de secretos y mentiras, característico de los relatos de índole familiar, y el amago, más bien coqueteo, con el costumbrismo provinciano de una ciudad caduca, embalsamada, seguramente su León de origen, desolador desde la óptica de los perdedores, náufragos, irredentos ‘outsiders’, que ha bordado repetidamente su paisano Luis Mateo Díez.
En definitiva, para plasmar el espinoso asunto de la creación, con sus luces y sombras, sus placeres y compromisos, sus contradicciones («escribir me expulsaba de la vida pero a la vez me sumergía en su misterio», cavila en una epifanía repentina, en la terraza de un bar madrileño, el autor metamorfoseado en narrador) Llamazares podría haber recurrido al ombliguismo ‘autofictio’ en boga y a su rebufo psicoanalizarse de manera narcisista, pero en su lugar, como de costumbre, nos ha obsequiado con una muestra más de sus dotes de fabulador, aderezada con las habituales pinceladas líricas (un puente abandonado y comido por la broza, la noche quieta y profunda como hálito de un animal silencioso, la nieve primaveral como un sudario de las calles…) que, ay, no puedo, por haberme enrollado malamente, ponderar como sería menester y de justicia hacerlo.