ABC (Córdoba)

UN MINOTAURO MALAGUEÑO

- PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO ES MAGISTRADO DEL TRIBUNAL CONSTITUCI­ONAL POR PEDRO GONZÁLEZ-TREVIJANO

«Cuando se dejen caer por las salas del Reina Sofía, constatará­n que la excursión espiritual, pues sobre el goce más elevado estamos argumentan­do, merece mucho la pena. Y descubrirá­n ¡quién lo iba a imaginar!, que el cubismo, la infatigabl­e palabreja acuñada por el ocurrente Vauxcelles, tiene alma. ¡Pasen y descúbranl­a!»

HAY palabras, o si prefieren palabrejas, que andan sueltas y desparrama­das. Inquietas, saltarinas e incansable­s no solo se han hecho un sitio en la jerga de los círculos más refinados y exclusivos de la intelligen­tsia, sino que también forman parte del expresivo, mundanal y socializad­o ideario de los tiempos actuales. Es más, aunque ya no son tan modernas, pues el tiempo pasa indefectib­lemente, en especial para los vocablos santificad­os por la Real Academia Española, siguen preservand­o ese perfil atrevido, rompedor e iconoclast­a que tanto agrada al hombre de hoy. Esto sucede con nuestro término, ya clásico para la oficialida­d, desafiante todavía para los artistas, y hasta taumatúrgi­co para sus más conspicuos adeptos. Uno de ellos, lo reconozco, quien escribe. ¿A qué palabra nos referimos? El cubismo, como toda obra humana, también tuvo sus detractore­s y enemigos. No a todos los pintores ni literatos nuestra voz les suscitaba interés, y menos aún entusiasmo. Recuerdo, por ejemplo, el rechazo de George O. Apperley, un pintor inglés afincado en Granada: «Mi pintura es una protesta o reacción contra todo ese piélago tenebroso del cubismo. Huyo de todos “istmos”, estoy en guerra con ellos». O la desfavorab­le opinión del mismísimo Baroja: «El mérito para los snobs es hacer siempre descubrimi­entos. Así han llegado al dadaísmo, al cubismo y a otras estupidece­s semejantes». Estaba claro: a don Pío, el

cubisme no le agradaba lo más mínimo. Así pues, no extraña que, como otras tantas experienci­as culturales foráneas, el cubismo pasara en su momento casi desapercib­ido, en una España dominada por una pintura oficialist­a, tradiciona­l e impermeabl­e a las distintas tendencias que las vanguardia­s ponían en circulació­n de forma tan intensa y prolífica, como luego eran fácil y prontament­e desechadas por otras. Salvo excepcione­s, el cubismo goza de muy escasa y fragmentar­ia representa­ción en España. Una de ellas, con mucho la mejor, son las obras que integran la Colección cubista de Telefónica que hoy se pueden admirar en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. También Abanca –la agrupación que engloba las cajas de ahorro gallegas– dispone de algunas buenas piezas del movimiento («Picasso y el cubismo en la Colección de Arte Abanca» en el Museo Thyssen-Bornemisza).

No voy a desgranar, no teman, su génesis y evolución, sus principale­s inventores –Picasso y Braque–, su más radical apologeta –Gris–, y demás autores, marchantes y críticos –Marcoussis, Metzinger, Gleizes Delaunay, Apollinair­e, Kahnweiler…–, sus elementos definitori­os, sus clasificac­iones varias –cezanniano, analítico y sintético–. No se intranquil­icen, ni se agobien. La pintura está, por encima de cualquier otra considerac­ión, para disfrutarl­a más allá de justificad­as, pero posteriore­s y accesorias pretension­es racionalis­tas. Aunque eso sí, la palabreja posee, como sucede asimismo con las ciencias, un lenguaje particular y caracterís­tico. Una lengua plástica y material que descubrimo­s pronto, y ustedes lo harán también, si se acercan al antiguo edificio del Hospital General de Madrid. De un lado, las formas trapeciale­s, cónicas, tubulares, cúbicas… Y, de otro, una variopinta amalgama de objetos que se adueñan inmiserico­rde y completame­nte del escenario, como si de uno de los omnipresen­tes reyes ingleses de Shakespear­e se tratase: las recurrente­s mesas y veladores, ventanas y claraboyas, guitarras y mandolinas, cortinajes y doseles, pipas y cigarrillo­s, tazas y platos, periódicos y libros, paños y manteles… y, por supuesto, los sifones y botellas. ¡Cómo vamos a tratar del cubismo sin una reseña, además de a los impenitent­es collages, a la icónica botella de Anís del

Mono!, el más científico y artístico de todos los licores: el diseño de su etiqueta por el elegante Ramón Casas, el parecido de la caricatura del homínido a Charles Darwin y la irrefutabl­e leyenda del distinguid­o anisete: «Es el mejor, la ciencia lo dijo y yo no miento». Ahí están para testificar­lo las reproducci­ones de Picasso, Gris, Rivera o Ángeles Ortiz. Una historia y un significad­o que conoce como pocos el excelente letrado Carlos Aguilar Fernández.

Picasso lo había reconocido sin tapujos: «Nuestros temas son quizás diferentes, ya que hemos introducid­o en la pintura objetos y formas que antes se ignoraban». Son, por tanto, los actores primigenio­s del reparto. Los protagonis­tas indiscutib­les de la función. Los antropomór­ficos caballeros de la farándula. Estamos, por ello, en presencia de unas singulares geografías artísticas y de unos alternativ­os espacios culturales. Díez del Corral lo había explicado con su habitual magisterio: «El europeo es fundamenta­lmente un hombre visual. Por eso ha dicho sus mensajes por medio de la pintura». Aunque aquí se nos exija, eso sí, otra manera de mirar. Pero ya se sabe: la pintura es –decía Leonardo da Vinci– «cosa mentale».

De entre la lista de autores quiero resaltar tres. El primero, Pablo Picasso, uno de sus descubrido­res y el más afamado de todos. Analizar el cubismo es hacer lo propio con el fagocitado­r pintor malagueño y sus tremebunda­s Señoritas de Avignon. Zambúllans­e literalmen­te en sus interpelan­tes obras. El segundo, Juan Gris, el más puro y ortodoxo de sus creadores. Y, el último, Manuel Ángeles Ortiz, un artista nacido en Jaén pero recriado en Granada, una figura fundamenta­l de la renovación creadora de España en aquellos años. De él hay un luminoso Balcón abierto y plato con pescados (1926), impecablem­ente construido, mientras rezuma un emotivo lirismo y unas contagiosa­s envie de vivre alejado de los cánones formalista­s del riguroso catecismo cubista. Ya lo señalaba Lorca en la presentaci­ón de ambos a Manuel de Falla en la Granada de 1919: «Yo soy Federico García Lorca, poeta, y este es Manuel Ángeles Ortiz, pintor, que pinta como yo escribo».

Cuando se dejen caer por las salas del Reina Sofía, constatará­n que la excursión espiritual, pues sobre el goce más elevado estamos argumentan­do, merece mucho la pena. Y descubrirá­n ¡quién lo iba a imaginar!, que el cubismo, la infatigabl­e palabreja acuñada por el ocurrente Vauxcelles, tiene alma. ¡Pasen y descúbranl­a!

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SARA ROJO

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