UN MINOTAURO MALAGUEÑO
«Cuando se dejen caer por las salas del Reina Sofía, constatarán que la excursión espiritual, pues sobre el goce más elevado estamos argumentando, merece mucho la pena. Y descubrirán ¡quién lo iba a imaginar!, que el cubismo, la infatigable palabreja acuñada por el ocurrente Vauxcelles, tiene alma. ¡Pasen y descúbranla!»
HAY palabras, o si prefieren palabrejas, que andan sueltas y desparramadas. Inquietas, saltarinas e incansables no solo se han hecho un sitio en la jerga de los círculos más refinados y exclusivos de la intelligentsia, sino que también forman parte del expresivo, mundanal y socializado ideario de los tiempos actuales. Es más, aunque ya no son tan modernas, pues el tiempo pasa indefectiblemente, en especial para los vocablos santificados por la Real Academia Española, siguen preservando ese perfil atrevido, rompedor e iconoclasta que tanto agrada al hombre de hoy. Esto sucede con nuestro término, ya clásico para la oficialidad, desafiante todavía para los artistas, y hasta taumatúrgico para sus más conspicuos adeptos. Uno de ellos, lo reconozco, quien escribe. ¿A qué palabra nos referimos? El cubismo, como toda obra humana, también tuvo sus detractores y enemigos. No a todos los pintores ni literatos nuestra voz les suscitaba interés, y menos aún entusiasmo. Recuerdo, por ejemplo, el rechazo de George O. Apperley, un pintor inglés afincado en Granada: «Mi pintura es una protesta o reacción contra todo ese piélago tenebroso del cubismo. Huyo de todos “istmos”, estoy en guerra con ellos». O la desfavorable opinión del mismísimo Baroja: «El mérito para los snobs es hacer siempre descubrimientos. Así han llegado al dadaísmo, al cubismo y a otras estupideces semejantes». Estaba claro: a don Pío, el
cubisme no le agradaba lo más mínimo. Así pues, no extraña que, como otras tantas experiencias culturales foráneas, el cubismo pasara en su momento casi desapercibido, en una España dominada por una pintura oficialista, tradicional e impermeable a las distintas tendencias que las vanguardias ponían en circulación de forma tan intensa y prolífica, como luego eran fácil y prontamente desechadas por otras. Salvo excepciones, el cubismo goza de muy escasa y fragmentaria representación en España. Una de ellas, con mucho la mejor, son las obras que integran la Colección cubista de Telefónica que hoy se pueden admirar en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. También Abanca –la agrupación que engloba las cajas de ahorro gallegas– dispone de algunas buenas piezas del movimiento («Picasso y el cubismo en la Colección de Arte Abanca» en el Museo Thyssen-Bornemisza).
No voy a desgranar, no teman, su génesis y evolución, sus principales inventores –Picasso y Braque–, su más radical apologeta –Gris–, y demás autores, marchantes y críticos –Marcoussis, Metzinger, Gleizes Delaunay, Apollinaire, Kahnweiler…–, sus elementos definitorios, sus clasificaciones varias –cezanniano, analítico y sintético–. No se intranquilicen, ni se agobien. La pintura está, por encima de cualquier otra consideración, para disfrutarla más allá de justificadas, pero posteriores y accesorias pretensiones racionalistas. Aunque eso sí, la palabreja posee, como sucede asimismo con las ciencias, un lenguaje particular y característico. Una lengua plástica y material que descubrimos pronto, y ustedes lo harán también, si se acercan al antiguo edificio del Hospital General de Madrid. De un lado, las formas trapeciales, cónicas, tubulares, cúbicas… Y, de otro, una variopinta amalgama de objetos que se adueñan inmisericorde y completamente del escenario, como si de uno de los omnipresentes reyes ingleses de Shakespeare se tratase: las recurrentes mesas y veladores, ventanas y claraboyas, guitarras y mandolinas, cortinajes y doseles, pipas y cigarrillos, tazas y platos, periódicos y libros, paños y manteles… y, por supuesto, los sifones y botellas. ¡Cómo vamos a tratar del cubismo sin una reseña, además de a los impenitentes collages, a la icónica botella de Anís del
Mono!, el más científico y artístico de todos los licores: el diseño de su etiqueta por el elegante Ramón Casas, el parecido de la caricatura del homínido a Charles Darwin y la irrefutable leyenda del distinguido anisete: «Es el mejor, la ciencia lo dijo y yo no miento». Ahí están para testificarlo las reproducciones de Picasso, Gris, Rivera o Ángeles Ortiz. Una historia y un significado que conoce como pocos el excelente letrado Carlos Aguilar Fernández.
Picasso lo había reconocido sin tapujos: «Nuestros temas son quizás diferentes, ya que hemos introducido en la pintura objetos y formas que antes se ignoraban». Son, por tanto, los actores primigenios del reparto. Los protagonistas indiscutibles de la función. Los antropomórficos caballeros de la farándula. Estamos, por ello, en presencia de unas singulares geografías artísticas y de unos alternativos espacios culturales. Díez del Corral lo había explicado con su habitual magisterio: «El europeo es fundamentalmente un hombre visual. Por eso ha dicho sus mensajes por medio de la pintura». Aunque aquí se nos exija, eso sí, otra manera de mirar. Pero ya se sabe: la pintura es –decía Leonardo da Vinci– «cosa mentale».
De entre la lista de autores quiero resaltar tres. El primero, Pablo Picasso, uno de sus descubridores y el más afamado de todos. Analizar el cubismo es hacer lo propio con el fagocitador pintor malagueño y sus tremebundas Señoritas de Avignon. Zambúllanse literalmente en sus interpelantes obras. El segundo, Juan Gris, el más puro y ortodoxo de sus creadores. Y, el último, Manuel Ángeles Ortiz, un artista nacido en Jaén pero recriado en Granada, una figura fundamental de la renovación creadora de España en aquellos años. De él hay un luminoso Balcón abierto y plato con pescados (1926), impecablemente construido, mientras rezuma un emotivo lirismo y unas contagiosas envie de vivre alejado de los cánones formalistas del riguroso catecismo cubista. Ya lo señalaba Lorca en la presentación de ambos a Manuel de Falla en la Granada de 1919: «Yo soy Federico García Lorca, poeta, y este es Manuel Ángeles Ortiz, pintor, que pinta como yo escribo».
Cuando se dejen caer por las salas del Reina Sofía, constatarán que la excursión espiritual, pues sobre el goce más elevado estamos argumentando, merece mucho la pena. Y descubrirán ¡quién lo iba a imaginar!, que el cubismo, la infatigable palabreja acuñada por el ocurrente Vauxcelles, tiene alma. ¡Pasen y descúbranla!