ABC (Córdoba)

EL LUGAR MÁS BELLO DEL MUNDO

- POR ISABEL SOLER NIETO ISABEL SOLER ES PROFESORA DE LITERATURA Y CULTURA PORTUGUESA EN LA UNIVERSIDA­D DE BARCELONA

«Junto a la resistenci­a heroica de la nao Victoria, es este un viaje que se puede abordar desde todas partes, pero sin duda los dos grandes hitos fueron el hallazgo del desolado Estrecho en el meridión americano y la travesía por el mayor de los océanos del planeta, que a Magallanes le pareció pacífico»

PROMETEN ser muchas las conmemorac­iones de los quinientos años del primer viaje que consiguió dar la vuelta al mundo, y es lógico, porque fue larga esa aventura. Para España empezó el 10 de agosto de 1519, cuando las cinco naves de Fernando Magallanes zarpaban de Sevilla, pero para el portugués había empezado mucho antes, al llegar a la ciudad en octubre de 1517, en Valladolid ante el Emperador en marzo de 1518. Aunque el proyecto venía de más lejos; Magallanes lo había ido fraguando durante los ocho años que pasó en Oriente, desde 1505 a 1513. El plan, evidenteme­nte, no era circunnave­gar la tierra, sino llegar al preciado clavo de las Molucas siguiendo una ruta hacia poniente y, de paso, demostrar a qué lado del contrameri­diano de Tordesilla­s se encontraba el archipiéla­go. No pertenecía a España, pero ni Magallanes ni nadie hubiera podido demostrarl­o por aquellas fechas. Tres años después de levar anclas, el 8 de septiembre de 1522, amarraba en Sevilla la nao Victoria, con sus dieciocho supervivie­ntes, sin su capitán mayor. Magallanes, casi tontamente, casi por exceso de confianza, había muerto un año antes, en abril, en la pequeña isla filipina de Mactán a manos de los nativos. Junto a la resistenci­a heroica de la nao Victoria, es este un viaje que se puede abordar desde todas partes, pero sin duda los dos grandes hitos fueron el hallazgo del desolado Estrecho en el meridión americano y la travesía por el mayor de los océanos del planeta, que a Magallanes le pareció pacífico. Sin embargo, también ese viaje ofreció el descubrimi­ento de algo todavía no experiment­ado en su máxima crueldad, al menos no en latitud Sur, por mucho que los portuguese­s hubieran pasado ya varias veces el tormentoso cabo de Buena Esperanza (34º 20’S), como era el caso del propio Magallanes. Ahora aquellos barcos estaban mucho más al sur, en los 49ºS, más allá del límite alcanzado por las silenciosa­s expedicion­es portuguesa­s anteriores. Ningún europeo había llegado nunca más allá del río de la Plata, y tenían frío los hombres de Magallanes, un frío insoportab­lemente doloroso. Pero el portugués no estaba dispuesto a tolerar flaquezas, y aún menos después de los motines y brutales ajusticiam­ientos ocurridos en la remota y patagona bahía de San Julián, entre cabo Curioso y punta Desengaño, muy cerca ya del cabo de las Once mil Vírgenes que abre el Estrecho. Era agosto de 1520, puro invierno –con días de apenas siete horas de luz, nunca por encima de los 0º C, con medias que fácilmente descendían a -6ºC–, y el frío acrecentab­a el terror que había impuesto el aplastante sentido de la justicia de Magallanes. No iba a ser el frío lo que lo detuviera, y así se lo hizo saber a sus hombres: «Él había de navegar hasta tanto que hallase fin a aquella tierra».

Fue en San Julián donde vieron al primer aónikenk, al que llamaron patagón, casi desnudo, cantando y lanzándose arena sobre la cabeza, dice el aventurero Pigafetta. Yendo de avanzadill­a, la Santiago se perdió al dar contra unas rocas, pero finalmente, el 21 de octubre, sin ser consciente­s de ello, encontraro­n la boca del estrecho. El viento era durísimo, habían entrado de lleno en el reino de los cincuenta rugientes, uno de los más temibles corredores eólicos del planeta, que a mediados de octubre impulsa rachas insufrible­mente heladas que pueden llegar a alcanzar 70 nudos, unos 130 km/h. A tientas, iniciaron la exploració­n de la Primera Angostura, aprovechan­do la fuerte corriente, avanzando atentos a posibles bajos rocosos, hasta llegar al gran espacio interior dibujado por las bahías de Felipe, al sur, y Santiago y San Gregorio, al norte, y cerrado por la Segunda Angostura. En la costa sur vieron fuegos y humos, y en la norte, una construcci­ón que se les antojó llena de sepulturas (doscientas, dice Antonio Herrera), también los restos de una ballena.

Siguiendo rumbo sudoeste, tras la Segunda Angostura entraron en un tercer gran espacio con tres islas espectacul­armente pobladas de aves, de los Pájaros las llamaron. El paisaje cambiaba, se hacía más abrupto y con mayor vegetación; el tiempo amainaba. Frente a las naves, la poderosa isla Dawson parecía partir el camino, por lo que Magallanes decidió separar las naves para explorar alternativ­as. La Trinidad y la

Victoria acertaron la ruta y siguieron hacia el noroeste por el actual cabo Froward (así lo bautizó Thomas Cavendish en 1587, por hostil e incontrola­ble) que da paso al canal Tortuoso, de 6,3 millas náuticas, donde el mayor ancho útil es de apenas 1’8 km. Era el laberinto en el que se desmenuza en el mar la cordillera andina, y al final de ese angosto paso, en el cabo Crosstide, se encuentran las mareas de ambos océanos. Esperaron a las otras naves en la bahía de las Sardinas, pero la San

Antonio no regresó: esta vez sí, tras el motín, tomaba el rumbo de regreso a España. Fueron seis días de navegación entre murallas, con los atentos esquifes ante las tres naves, recibiendo de través las corrientes de los canales y el violento williwaw, el viento a ráfagas que recorre los fiordos y levanta mar de leva y veloces nubes de agua helada. Aquel paso fue un inédito desafío para los pilotos y para aquellas naves de vela cuadrada, pero el 28 de noviembre consiguier­on superar el cabo Deseado. En treinta y nueve días habían recorrido los 565 km del estrecho y ahora iban a ser tres meses de navegación por la inmensidad pacífica durante los que el escorbuto hizo estragos y el hambre los obligó a comerse el serrín de las maderas.

El viaje estaba siendo de una dureza casi inigualabl­e, pero al abandonar el laberinto austral Antonio Pigafetta escribió en su diario «creo que en todo el mundo no existe un estrecho más bello que éste». No lo sabía por entonces, pero ese Estrecho iba a hundir definitiva­mente la omnipotent­e imago mundi que había gobernado el pensamient­o occidental durante siglos de meditación geográfico-moral sobre ella.

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