ABC (Córdoba)

ESPEJO DE ETERNIDAD

Algunas imágenes trascendie­ron lo temporal para participar de la eternidad de Aquello que representa­n

- LUIS MIRANDA

ESAS manos pálidas y como sin huesos de la Virgen de los Dolores que mañana parecerán tenderse a los devotos para escuchar las cuitas que le cuentan en el más natural de los silencios, esa mirada baja y resignada del Señor Rescatado, que más que temer el castigo reconoce a las ovejas una por una para llamarlas y que no se pierdan en el bosque de la vida, esos ojos cerrados del Cristo del Remedio de Ánimas en una muerte que parece sueño y promete el paraíso aunque se cubra de tinieblas, tienen autores y alguna vez vivieron en el tiempo.

Hubo manos mortales que las sacaron de la madera, brazos que las pusieron en sus altares, ojos que las miraron cuando todavía no habían pasado el ritual de la bendición, corazones que les rezaron sin que casi nadie lo hubiera hecho antes. La historia quizá puede saber que hubo cofradías o institucio­nes que las encargaron a sus escultores y que firmaron un contrato que incluso se conserva, señala el día en que se empezaron a venerar y cuenta el ajuar que les fue ofrendando con el plazo de los años. Nadie podrá explicar con razones de este mundo cómo las imágenes, algunas de ellas al menos, trascendie­ron las cuentas temporales para participar de la eternidad de Aquello que representa­n, cómo la sacralidad las hizo ejemplo de la encarnació­n de un Dios que toma forma de hombre. La antropolog­ía puede acercarse a las hermandade­s y explicar con su ciencia una parte de la forma en que los hermanos se relacionan, y hasta llevarán algo de razón quienes cuenten que las cofradías rivalizaro­n entre sí y enriquecie­ron su patrimonio por querer ser mejores que las vecinas, pero se tendrán que detener ante las imágenes, que cuando se diluyeron los lazos entre los suyos casi siempre siguieron con una vela encendida, con un rezo en la soledad de una iglesia.

Incluso en el tiempo en que de su legendaria cofradía no quedaba más que un recuerdo borroso, Jesús Nazareno animaba desde su misticismo ensimismad­o a todos aquellos que quisieron, en varios momentos distintos, que volviese a la calle, imbuidos de un impulso inexplicab­le que tenía más que ver con un pálpito de fe que con el conocimien­to de la historia que tendría que esperar. Sería una voz como la que escuchó Melguizo en sus ratos en el sagrario de la Magdalena, como la que guió a quienes se reunieron ante el Cristo de la Expiración y a los que no dejaron que se perdiera la serena agonía del Señor del Huerto. Cambió el Santo Crucifijo su nombre por el del Amor y perdió aquella ermita y la cofradía que le sacaba el Jueves Santo, pero a pesar de trasplanta­rse a tierra nueva floreció su devoción de la misma forma, como la palabra del Evangelio no se repite, sino que se renueva cada vez que se pronuncia.

Cuando estos días salgan a la calle tantas imágenes y haya ojos que tiemblen con sólo encontrarl­as, gargantas incapaces cuando las tengan ante sí, que nadie hable de costumbres o sugestione­s. Para que la artesanía precolombi­na cristaliza­se en el Cristo de Gracia y su majestad y ternura convocaran a la oración sin que hubiera cofradía mediante, para que Jesús Caído suspire en cada momento que alguien le clava la mirada, tuvo que haber inspiració­n divina; si la Virgen de las Angustias hace carne viva de la madera cuando tiembla al recibir a su Hijo, es porque Juan de Mesa supo que Dios quería que las imágenes fueran materia perdurable que refleja la eternidad.

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