SÁLVESE QUIEN PUEDA
Da la impresión de que todos los españoles tienen algo de qué protestar y mucho que exigir
ESPAÑA fue ayer un inmenso manifestódromo. Se manifestaban los jubilados pidiendo la subida de sus pensiones y los jóvenes que temen quedarse sin ella; los independentistas catalanes exigiendo la puesta en libertad de sus líderes encarcelados y los «pro vida» contra el aborto y la eutanasia en todas sus formas. Incluso los cazadores se manifestaron contra la campaña de insultos y restricciones que sufren. Da la impresión de que todos los españoles tienen algo de qué protestar y mucho que exigir. Aunque debo añadir que no somos los únicos: es una característica de nuestro tiempo, aunque multiplicada por nuestra usual exageración.
La sociedad «opulenta» de Galbraith, montada sobre el consumo y el crecimiento (aparentemente) continuo, ha devenido en una sociedad enojada e incluso enfurecida cuando ese crecimiento se ha detenido y retrocede en determinadas profesiones y países, con recortes de salarios y más paro del acostumbrado. El optimismo de ayer se ha convertido hoy en pesimismo hoy y en catastrofismo mañana. La primera consecuencia es buscar refugio en lo más inmediato, la familia, el terruño, el partido, la clase social, la nación allí donde está sólidamente asentada o la raza en casos extremos. Vivimos una etapa regresiva, con todo lo que éstas tienen de sombrías, egoístas y desconfiadas. Lo curioso es que ha sido consecuencia de la etapa anterior de expansión en todos los órdenes, que convirtió el planeta en una «aldea global» a caballo de la multiplicación de comunicaciones, que hace ocurrir todo al mismo tiempo en todas partes. Si lo miramos desde esta perfectiva, las cosas cambian. Algo tan evidente como «el empobrecimiento de las clases medias» y que «los hijos vivan peor que sus padres» es innegable en el hasta ahora llamado «primer mundo», pero falso a nivel planetario. La clase media ha disminuido en Europa, Estados Unidos, Canadá y algún otro país con riquezas naturales, pero ha experimentado una formidable expansión en Asia, con miles de millones de chinos, coreanos, indochinos, indios y otros que han accedido a ella. Con algo todavía más grave: los puestos de trabajo que han emigrado allí, no volverán a su lugar de origen. En todo caso, emigrarán a países que produzcan más barato. Claro que eso no es ningún consuelo para quienes primero los perdieron.
Aunque lo más grave de todo es que, como ocurre en tiempos de grandes cambios, surgen profetas anunciando paraísos y apocalipsis con viejas fórmulas recicladas, que aprovechan el descontento y desconcierto para hacer su agosto y acabar con lo sólido que aún queda. «La esencia del problema –leo a David Brooks en el New York Times– no es el tribalismo. Es el exceso de individualismo, que ha devorado la fe en los demás». O sea, el «sálvese quien pueda como pueda, y el que venga detrás que arree». Sólo unas instituciones firmes, fuertes, transparentes pueden evitar la descomposición de nuestra sociedad. Pues las manifestaciones callejeras, encabezadas por profesionales del descontento y la protesta, sólo traerán más frustración, más miseria y más enfrentamiento.