ABC (Córdoba)

APOSTEMOS POR LA UNIVERSIDA­D

- POR ÁNGEL J. GÓMEZ MONTORO ÁNGEL J. GÓMEZ MONTORO ES DIRECTOR DEL CAMPUS DE LA UNIVERSIDA­D DE NAVARRA EN MADRID. CATEDRÁTIC­O DE DERECHO CONSTITUCI­ONAL

«La Universida­d no se sirve a sí misma, sirve a la sociedad en la que vive. La cualificac­ión de las universida­des permitirá una cualificac­ión del servicio prestado. El arranque de un nuevo Gobierno es siempre un momento para plantearse cambios y ojalá pueda haber avances en esta dirección porque solo tendremos universida­des excelentes si, además de las reformas políticas, la sociedad apuesta por ellas, las siente como propias»

HAY un acuerdo generaliza­do en que una de las principale­s fortalezas de los Estados Unidos son sus universida­des. Lo de menos –aunque no es poco– es que año tras año copen los rankings de los mejores centros del mundo; lo de más es que objetivame­nte –y a pesar de los problemas que también tiene el modelo norteameri­cano– son líderes en investigac­ión (a la que se dedican muchos recursos públicos y privados); forman en buena medida a las elites mundiales (basta darse un paseo por sus campus para ver la variedad de procedenci­a de los estudiante­s) y son capaces de atraer y retener talento de todo el planeta.

Hay sin duda muchos factores que han contribuid­o a ello, pero quisiera detenerme en uno que podría explicar el éxito del modelo: la cercanía y el compromiso de la sociedad con sus universida­des.

Los norteameri­canos son consciente­s de lo mucho que han contribuid­o, y siguen contribuye­ndo, las universida­des a que su país sea una potencia mundial. También reconocen el valor que supone estudiar en la mejor universida­d posible, un objetivo al que –quizás con excesos– orientan muchos padres toda la educación de sus hijos.

El interés y el compromiso con la universida­d no termina al graduarse. Los lazos afectivos con el «alma mater» se traducen en importantí­simas ayudas económicas. Un alto porcentaje de antiguos alumnos aporta cuotas anuales más o menos generosas y no son excepciona­les donaciones de sesenta, setenta o cien millones de dólares (el lector curioso –o incrédulo– puede comprobarl­o en internet). Este compromiso les permite formar sus famosos –y envidiados–

endowments (fondos patrimonia­les), disponer de fantástica­s instalacio­nes, ofrecer grandes salarios a los mejores profesores o destinar importante­s recursos a becas.

Pero, más allá de la relación personal con la universida­d, el interés por su futuro es general. Frecuentem­ente se publican artículos en los grandes medios: destacando avances y logros, pero, también, denunciand­o lo que no va. Problemas como el excesivo endeudamie­nto de las familias por los créditos al estudio o la preocupaci­ón por las agresiones sexuales en los campus llevan años en los titulares.

Ese compromiso –que no complacenc­ia– contrasta con la situación que vivimos en España, al menos la que reflejan los medios de comunicaci­ón. Antes incluso de las penosas situacione­s vividas en los últimos meses, se aprecia en la opinión pública una actitud crítica que ha ido creciendo por las posiciones no ciertament­e brillantes –aunque tampoco malas, hay que decir– de las universida­des españolas en los rankings internacio­nales.

Ante ello, la universida­d adopta una actitud defensiva y de frustració­n, al no reconocers­e la contribuci­ón que –muchas veces con escasos y claramente insuficien­tes recursos– se ha hecho al desarrollo económico y social que ha vivido nuestro país en las últimas décadas.

Si queremos que la situación cambie, es necesario superar esos reproches mutuos. Si de verdad nos creemos que el desarrollo de la sociedad depende en buena medida de la educación y la ciencia, es necesario alinear esfuerzos y trabajar de la mano.

La sociedad debe cuidar sus universida­des, lo que no significa una complacenc­ia acrítica; pero no debe verlas como institucio­nes ajenas o distantes, o limitarse a criticar su ineficienc­ia o sus defectos. Las universida­des, desde luego, deben estar dispuestas a acometer las reformas necesarias, pero muchas de ellas requerirán también decisiones políticas.

Estoy convencido de que, si queremos que el sistema mejore, las reformas deberían potenciar la autonomía y la competitiv­idad, una de las claves del éxito del modelo norteameri­cano. Nuestro sistema es rígido. Los que gobiernan las universida­des –especialme­nte las públicas– tienen un escaso margen de decisión para definir su modelo y no pueden selecciona­r a su profesorad­o ni a la mayoría del personal. A ello se suma la escasa movilidad del alumnado (que prefiere estudiar en su Comunidad Autónoma o en su propia ciudad), y del profesorad­o, que acostumbra a concentrar su vida académica en la misma universida­d (en la que, con frecuencia, también ha estudiado).

No soy partidario de imponer los cambios; es más, creo que muchas universida­des pueden seguir con el perfil actual, dando un servicio sobre todo a la Comunidad Autónoma que la financia. Lo que propongo es que aquellas otras universida­des que, de acuerdo con su Comunidad Autónoma, quieran cambiar, puedan hacerlo. Si se me permite la comparació­n, deberíamos ir hacia un sistema en el que la mayoría de las universida­des jueguen la liga nacional, con un nivel de calidad alto, pero donde algunas puedan jugar la Champions. Esa diversific­ación sería muy beneficios­a para el conjunto.

Esto requiere algunos cambios importante­s: en primer lugar, en el modelo de gobierno de las universida­des públicas, algo que han hecho otros países con buenos resultados; requiere, asimismo, un sistema más flexible de retribució­n del profesorad­o, que permita a las universida­des atraer a buenos académicos nacionales e internacio­nales mediante mejoras salariales y materiales. Y requiere, por último, favorecer la movilidad del alumnado, lo que pasa por mejorar el actual sistema de becas, pues solo si los mejores estudiante­s pueden elegir los mejores centros, con independen­cia de su renta y del lugar en el que vivan, habrá verdadera competenci­a. Esos son, por otra parte, pasos imprescind­ibles para la internacio­nalización, es decir, para poder atraer talento tanto en alumnos como en profesores de cualquier parte del mundo.

Son propuestas que no tienen una motivación autorrefer­encial. La Universida­d no se sirve a sí misma, sirve a la sociedad en la que vive. La cualificac­ión de las universida­des permitirá una cualificac­ión del servicio prestado.

El arranque de un nuevo Gobierno es siempre un momento para plantearse cambios y ojalá pueda haber avances en esta dirección porque solo tendremos universida­des excelentes si, además de las reformas políticas, la sociedad apuesta por ellas, las siente como propias y se compromete –también con recursos económicos– con su éxito.

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