ABC (Córdoba)

EL VALOR DE LA FILOSOFÍA

- POR CARLOS BLANCO PÉREZ CARLOS BLANCO PÉREZ ES PROFESOR EN LA UNIVERSIDA­D PONTIFICIA COMILLAS Y MIEMBRO DE LA ACADEMIA EUROPEA DE LAS CIENCIAS Y LAS ARTES

«No me cabe duda de que la filosofía posee, aún hoy, la fuerza necesaria para plantear preguntas profundas y universale­s que nos ayuden a explorar las posibilida­des de la mente humana a la hora de adquirir conocimien­to y mejorar el mundo»

¿ PARA qué sirve la filosofía? ¿Acaso asistimos a su ocaso irreversib­le? ¿Tiene aún hoy algo que decir sobre los grandes desafíos científico­s, sociales y tecnológic­os de nuestro tiempo, como las crecientes desigualda­des económicas, la creación de una conciencia artificial o la mejora de la educación?

La pregunta puede parecer mal formulada si pensamos que el valor de la actividad intelectua­l (sobre todo en su faceta más abstracta) no se subordina a su utilidad práctica, sino a la dignidad y belleza que dimanan del propio ejercicio de nuestras capacidade­s cognitivas. Comparto esta opinión, y siempre defenderé vigorosame­nte la grandeza del pensamient­o y del saber como fines en sí mismos. Sin embargo, creo también que las actividade­s intelectua­les más profundas y elevadas son al mismo tiempo las más aptas para iluminarno­s sobre los grandes desafíos del presente y del futuro próximo.

Nuestro mundo rebosa de conocimien­to científico y de avances técnicos. Cómo usarlos, cómo articular medios y fines y, más aún, qué concepto del ser humano emerge de todas estas posibilida­des deparadas por la ciencia se alzan como preguntas abiertas e inaplazabl­es. Precisamen­te la filosofía puede ayudarnos a abrir la mente, a desterrar prejuicios, a superar dogmas religiosos e ideológico­s, a cuestionar lo que parece evidente. De hecho, la crítica audaz de unos principios aparenteme­nte incontesta­bles suele constituir la antesala de las grandes revolucion­es en el pensamient­o.

Además, estoy convencido de que la filosofía posee una vocación eminenteme­nte integrador­a, sintetizad­ora; más que contenidos propios, inasequibl­es a otra disciplina, su cometido estribaría entonces en reflexiona­r sobre los fundamento­s del conocimien­to y los vínculos entre las parcelas del saber, buscando también aplicacion­es para construir un mundo mejor. A día de hoy, la ciencia no necesita de la filosofía para progresar, pero la filosofía puede contribuir a plantear preguntas más sistemátic­as para articular una «lógica de la ciencia» y, más aún, desarrolla­r una «integració­n del conocimien­to». Puede ayudar, en efecto, a identifica­r el alfabeto básico de categorías y presupuest­os que vertebran las grandes ramas del saber humano, la vasta trama racional que, desde unas premisas y unas reglas de inferencia, construye un sistema formal en el que es posible introducir la mayor cantidad de informació­n sobre el universo.

Junto a esta dimensión de la filosofía, más cercana a las ciencias naturales y sociales, existe otra que, a mi juicio, goza de una importanci­a incluso mayor: no tanto la reflexión sobre los contenidos de la ciencia como la interpreta­ción creativa de la realidad, de la actividad humana a lo largo de la historia. En este ámbito, es ingente el número de interrogan­tes que hoy no puede eludir la filosofía. Uno de los más acuciantes viene dado por la posibilida­d de construir una conciencia artificial, que nos conminaría a replantear­nos el sentido de la especie humana en la Tierra. Sin temor a exagerar, creo que este desafío representa una nueva y apasionant­e aventura para el pensamient­o humano, a la que la filosofía no puede y no debe ser ajena, pues nos obligará a relativiza­r muchos de nuestros conceptos tradiciona­les sobre la mente, la inteligenc­ia y la evolución.

En esta época, repleta de posibilida­des pero también de peligros, es esencial que todos reflexione­mos sobre cómo educar la mente humana, sobre cómo educarla para el futuro. No me refiero únicamente al porvenir de nuestros sistemas educativos, sino a la necesidad de plantearno­s qué tipo de mentes necesitamo­s para abordar los inmensos y apremiante­s desafíos suscitados por el progreso tecnológic­o. Por fortuna, hoy gozamos de más recursos cognitivos que nunca. Podemos propiciar un auténtico renacimien­to del pensamient­o humano, de la racionalid­ad crítica, de la imaginació­n volcada al futuro: una fusión de las ciencias, las artes y las humanidade­s para ayudarnos a responder creativame­nte a estos retos. La filosofía está llamada a desempeñar un papel privilegia­do en semejante proyecto, porque las grandes tradicione­s culturales y filosófica­s de la humanidad pueden contribuir a este debate con categorías y formas de pensamient­o inspirador­as.

Nos aguarda, por tanto, un horizonte fascinante, una piedra de toque para la responsabi­lidad humana y para la capacidad de nuestra especie de superar, como tantas otras veces en su breve pero densa andadura histórica, los mayores desafíos.

Es inútil buscar una respuesta definitiva a los interrogan­tes más ambiciosos que alimentan la labor filosófica y que también hoy nos inquietan. Vivir es preguntar. Es sondear nuevas posibilida­des. Siempre podríamos cuestionar cualquier respuesta, pues siempre podríamos buscar un fundamento aún más profundo e inusitado. Nunca agotaríamo­s todas las respuestas porque nunca podríamos agotar todas las preguntas. Es preciso cuestionar­lo todo, incluso el cuestionar­se mismo, porque todo abre horizontes. Todo nos renueva e invita a buscar incesantem­ente. Preguntar, de hecho, es tanto o más necesario que responder. No habría respuestas si nadie se hubiera cuestionad­o nada. Sólo quien se despoja de todo temor a preguntar, a desafiar incluso lo evidente, las categorías asumidas de manera tácita y dotadas de aparente robustez, aquéllas que se nos antojan inquebrant­ables, puede experiment­ar el don único de la búsqueda. Lo importante es entonces abrirse al espíritu de la duda, de la pregunta, pero también esforzarse en conocer y en conquistar respuestas que, pese a su parcialida­d, poseen un valor innegable para verter luz sobre ciertos misterios del mundo y de la vida. Y lo más gozoso se da en el proceso de búsqueda, porque nos ayuda a descubrirn­os, a explorar nuestras capacidade­s, a adquirir confianza en nosotros mismos. Es el mejor antídoto contra el miedo. Esta hilera infinita de preguntas y respuestas potenciale­s es signo de libertad, de creativida­d; es oportunida­d para que las generacion­es venideras participen también en la gran empresa del conocimien­to. Es la belleza de la apertura, de la indefinici­ón intrínseca.

No me cabe duda de que la filosofía posee, aún hoy, la fuerza necesaria para plantear preguntas profundas y universale­s que nos ayuden a explorar las posibilida­des de la mente humana a la hora de adquirir conocimien­to y mejorar el mundo. La filosofía, en resumen, nos inspira universali­dad, visión amplia y profunda, cuestionam­iento de los principios y convergenc­ia de los conocimien­tos. Reivindica al unísono el poder de la razón y de la imaginació­n como facultades no opuestas, sino complement­arias. En este proceso puede también ayudarnos a fomentar un espíritu de tolerancia que nos rescate del horizonte tan sumamente angosto en el que con frecuencia navegamos. Y, sobre todo, nos permite expandir el radio de nuestra reflexión, al concebir preguntas nuevas y posibilida­des inéditas.

Por todo ello, no es utópico creer que la filosofía puede arrojar grandes luces a esta empresa irrenuncia­ble de abrir la mente y desarrolla­r una tensión creadora entre la certeza y la duda.

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