Indonesia convulsa
Indonesia es un megarchipiélago convulso en todos los sentidos. Sus pobladores están tan acostumbrados a que tiemble la tierra, les invada el mar o se desborde la lava de sus volcanes como a las tensiones étnicas, sociales y religiosas que con frecuencia colocan a un país pujante al borde del precipicio. Esta vez les ha tocado sufrir a las ciudades costeras de Palu y Donggala, en la norteña isla de Célebes, azotadas por un tsunami que ayer provocó un terremoto de magnitud 7,5.
Nacer y vivir en ese contexto debe influir en el carácter correoso y tenaz de este pueblo, pero ni eso ni la distancia geográfica y cultural deberían impedir que intentemos entender su lucha cotidiana. Para hacernos una idea: el pasado mes de agosto cuatro terremotos rasgaron la isla de Lombok provocando más de quinientos muertos y daños en 80.000 edificios. Son cifras espantosas por todo lo que conllevan. Este es sólo un eslabón (y no el más grueso) en una cadena que coloca a regiones enteras de Indonesia ante el desafío repetido de volver a empezar, de reconstruir el tejido urbano, las infraestructuras y la actividad productiva. Y lo impresionante es que esa reconstrucción tiene lugar.
En un país tan variopinto y de geografía descoyuntada, la lucha por la cohesión tiene que ser un esfuerzo constante, tanto de la sociedad civil como de la política. Aquí el riesgo de desconexión no es algo teórico o ideológico, sino un problema que requiere una tensión cotidiana de solidaridad. Este último golpe llega cuando Indonesia se prepara para unas trascendentales elecciones a la presidencia, que deben apoyar o descartar el impulso reformista e integrador del presidente Widodo. Todo se junta, como siempre, en la que alguien denominó como «una nación improbable». Pero ahí sigue.