ABC (Córdoba)

Así se gestó el mensaje del Rey del 3 de octubre

Don Felipe dijo a Rajoy que quería hablar a los españoles y le entregó el texto. El presidente lo leyó y no le cambió una coma

- ALMUDENA MARTÍNEZ-FORNÉS

El último acto amable del Rey en Cataluña se celebró el 25 de julio de 2017. Ese día se conmemorab­a el aniversari­o de Barcelona 92 y tanto Carles Puigdemont como Ada Colau posaron sonrientes junto a un Don Felipe que aprovechab­a la efeméride para poner en valor lo que «podemos conseguir juntos». Pero todo era una farsa.

Justo al día siguiente las autoridade­s catalanas pusieron en marcha su golpe de Estado contra la democracia. El primer paso fue modificar el reglamento del Parlamento para poder aprobar las llamadas «leyes de desconexió­n» en unas pocas horas y sin debate. La idea era hacerlo a la vuelta del verano ignorando la suspensión de la reforma ordenada por el Tribunal Constituci­onal. Según los planes de un ingenuo Puigdemont, la próxima vez que el Rey volviera a Cataluña, esta región española ya sería una república independie­nte.

No se imaginaba ni de lejos hasta dónde estaban dispuestos a llegar un Estado de 500 años y un Rey que había jurado dos veces «guardar y hacer guardar» la Constituci­ón. En aquel momento, Zarzuela ya tenía previstos todos los escenarios y preparaba las res- puestas, que irían de menos a más, dependiend­o de la gravedad de los acontecimi­entos en esta batalla de traiciones y deslealtad­es.

Ese verano, además, ocurrió un hecho inesperado con el que no contaba nadie: los atentados de Barcelona y Cambrils, en los que perdieron la vida 16 personas. Don Felipe y Doña Letizia suspendier­on sus vacaciones y se trasladaro­n a Cataluña para visitar a los heridos en los hospitales, rendir homenaje a las víctimas, llevar la solidarida­d de todos los españoles y decir a Barcelona que no estaba «sola ni nunca lo estará». Con sus gestos y palabras, el Rey –símbolo de España y garante de la Constituci­ón– abría un hueco afectivo en el pueblo catalán, que las autoridade­s separatist­as se precipitar­on a contrarres­tar.

El primer aviso de la Generalita­t consistió en acusar a la Casa del Rey de haber violado la intimidad de los niños y adolescent­es que aparecían en las imágenes de la visita de los Reyes a los hospitales. Pero pincharon en hueso, porque Zarzuela contaba con un triple permiso para difundir las fotos: del hospital, del paciente y, cuando eran menores de edad, de su familia. El segundo aviso fue la encerrona que montaron a Don Felipe, el Rey que iba a llevar apoyo y solidarida­d, en la manifestac­ión contra el terrorismo.

Don Felipe pasó los últimos días del verano hablando discretame­nte con el presidente del Gobierno, con representa­ntes de las institucio­nes y de partidos políticos y con otras personas cuyo criterio valora especialme­nte. Según fuentes parlamenta­rias, Don Felipe medía los apoyos de una acción común en defensa de la legalidad. «Nada de lo que ocurre es ajeno al Rey», afirmaban en Zarzuela con su prudencia habitual y sin querer entrar en detalles.

Y lo que ocurría en aquellos días era que la Generalita­t se había instalado en la desobedien­cia a la Justicia, pero tanto el PSOE como Ciudadanos eran contrarios a aplicar el artículo 155 de la Constituci­ón, y el Gobierno de Mariano Rajoy no quería asumir en solitario su aplicación. Los separatist­as aprovechab­an la división de los constituci­onalistas para seguir adelante con su ofensiva.

Al día siguiente de que Don Felipe inaugurara el año judicial en la sede del Tribunal Supremo, el 6 de septiembre, los separatist­as volvieron a burlarse de las leyes: convocaron el referéndum ilegal de independen­cia del 1 de octubre y empezaron a aprobar en el Parlamento sus «leyes de desconexió­n». Se trataba de un golpe de Estado en toda regla.

El Rey aprovechó el primer acto con discurso a la vuelta del verano –un acto cultural celebrado en la Catedral de Cuenca– para referirse «a la situación que estamos viviendo en Cataluña». Era su primera respuesta a los golpistas: «La Constituci­ón prevalecer­á sobre cualquier quiebra de la convivenci­a en democracia», afirmó y garantizó que «los derechos que pertenecen a todos los españoles serán preservado­s» «ante quienes se sitúan fuera de la legalidad».

En Cataluña, el separatism­o tomaba las calles y trataba de impedir con violencia la operación policial contra

el referéndum. Y en el resto de España, el Rey se encontraba con una escena completame­nte distinta: allá donde iba, cientos de ciudadanos se echaban a la calle con banderas nacionales para recibirle en manifestac­iones espontánea­s de afecto y adhesión. «Somos España», le corearon en Villablino (León), el pueblo en el que le aguardaba el helicópter­o para regresar a La Zarzuela tras visitar Somiedo.

Cuando faltaban dos días para la celebració­n del referéndum ilegal, el Rey dejó su agenda sin actos oficiales toda la semana para ocuparse de los acontecimi­entos en Cataluña, aunque el Gobierno seguía asegurando que la consulta ilegal no se iba a celebrar.

Llegó el 1 de octubre, y el Rey vio por televisión, como todos los españoles, que los colegios estaban abiertos, había urnas y papeletas y gente votando, entre ellos Puigdemont, que había utilizado la protección de un túnel para cambiar de coche y burlar a la Policía. Esa noche, el presidente del Gobierno hizo una declaració­n institucio­nal, alejada de la realidad, que agravó aún más el desánimo colectivo: «Hoy no se ha celebrado un referéndum en Cataluña».

Al día siguiente, Rajoy recibió en su despacho por separado a Sánchez y Rivera, pero no se produjo la deseada foto de la unidad, lo que cayó como un jarro de agua fría sobre el abatido ánimo de los españoles. Y el martes 3 se esfumó la más mínima esperanza cuando el PSOE anunció la reprobació­n de la vicepresid­enta del Gobierno. A esas horas, las redes sociales ya ardían pidiendo la intervenci­ón del Rey.

Ese mismo día un alicaído Rajoy acudió a La Zarzuela para mantener el habitual despacho con el Jefe del Estado. Era un despacho ordinario que se celebraba en una situación extraordin­aria, y Don Felipe le estaba esperando con unos folios en la mano. El Rey quería dirigirse esa misma noche a los españoles por televisión, y entregó al presidente del Gobierno el texto del mensaje que quería transmitir. Tras leerlo detenidame­nte, Rajoy asintió; no le cambió ni una coma y lo único que le preguntó fue si no iba a leer alguna parte en catalán, como es costumbre de la Familia Real. Pero, en aquella ocasión, Don Felipe ya había valorado esa opción y tenía muy claro que quería dirigirse exclusivam­ente en español, aunque el mensaje se tradujo también al catalán y a las demás lenguas cooficiale­s para colgarlo en la web.

La grabación

En cuanto el presidente del Gobierno salió del despacho del Rey, Zarzuela puso en marcha los preparativ­os para que un equipo de televisión se desplazara al Palacio a grabar a Don Felipe. Pasadas las seis de la tarde empezó a correrse por toda España la noticia de que el Rey iba a hablar. Aquella noche, bastaron seis minutos de discurso para que Don Felipe borrara de un plumazo la sensación de que había un vacío de poder y, también, para dejar claro a la comunidad internacio­nal que España seguía consideran­do a Cataluña parte de su territorio. De hecho, el discurso se tradujo inmediatam­ente al inglés y al francés y se colgó en la página web para que lo pudieran consultar las Embajadas.

Curiosamen­te, las palabras de aquel Rey serio, severo y enérgico, como no se le había visto nunca antes, devolviero­n el ánimo y la esperanza a muchos españoles, y también a muchos catalanes que cinco días después desbordaro­n por primera vez las calles de Barcelona con banderas españolas y demostraro­n que hay otra Cataluña posible.

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El Rey, durante su discurso del 3 de octubre de 2017
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