Arte y vida en el XVIII cordobés
El comienzo de esta historia sucedió en Lisboa. Un aciago 1 de noviembre de 1755 y, con mayor precisión, en los diez minutos que van desde las nueve y media de la mañana a las diez menos veinte. Tembló entonces la tierra con fiereza bajo el Atlántico y eso provocó un tsunami y a un incendio terrible. Entre 60.000 y 100.000 personas se estima que fallecieron. La bella Lisboa, más melancólica quizá que nunca, quedó en ruinas. Los efectos del sismo no se limitaron sin embargo a Portugal, sino que se extendieron por buena parte de la Península Ibérica. Fortalezas, catedrales e iglesias españolas sufrieron el temblor y todavía hoy se pueden ver en muchos edificios históricos las grietas profundas que dejó.
En Córdoba son muchos los vestigios del terremoto de Lisboa que se aprecian, aunque quizá uno de los daños más importantes fue el que sufrió la torre-alminar de la Mezquita. El deterioro fue estructural y eso llevó al Cabildo a buscar soluciones. Hubo varios intentos fallidos, hasta que finalmente se optó por un arquitecto francés. De Marsella para más señas y llamado Baltasar Dreveton. Llegó a Córdoba el artista en 1759, cuatro años después de la catástrofe, y se ganó justa fama por apuntalar la torre cuando muchos optaban por su demolición. Dreveton, miembro de la Academia marsellesa y coetáneo de Voltaire o Rousseau, demostró con hechos los avances arquitectónicos de la Francia de la Ilustración y, como es lógico, le salieron nuevos encargos. En Salamanca, por ejemplo, donde apuntaló la torre de la Catedral Vieja, o en la misma Córdoba, donde se estableció.
El Cabildo fue precisamente el que le encomendó su primera obra creativa de fuste: el diseño de la capilla de Santa Inés de la Mezquita. Y fue en- tonces cuando Dreveton se acordó de un amigo y paisano con el que ya había trabajado en Marsella. Se trataba del escultor Jean-Michel Verdiguier, que, tras conocer las últimas tendencias barrocas y neoclásicas en Roma y París, ya había logrado justa fama en su tierra como director de la Academia marsellesa y como escultor de la Catedral de Tolon. Cuando Verdiguier llegó a Córdoba corría el año 1763, reinaba en España Carlos III y la provincia contaba con poca más 200.000 habitantes. Por entonces lo desconocía el artista, pero aquí se quedaría ya para siempre hasta su muerte en 1796.
Comenzó a partir de entonces una fructífera vinculación entre los dos paisanos marselleses, amparada por la confianza del obispo del momento, Martín de Barcia. De ella no sabía gran cosa hasta hace una década, pero quiso el destino que un descendiente de Verdiguier se lanzase a historiar con minuciosidad la labor de su antepasado. Su nombre era Antonio Gómez-Miramón y Maraver, farmacéutico en Torremolinos, en Málaga, durante su vida profesional pero que, ya jubilado, cursó Historia del Arte y elaboró una magnífica tesis doctoral, luego convertida en libro por la Editorial Séneca, sobre su ancestro. Ahí, en ese trabajo que aporta documentos inéditos, se pudo al fin inventariar con detalle la vida del escultor y, de paso, ahondar en la relación que mantuvo con Baltasar Devreton. Una amistad marsellesa que, en Córdoba, acabaría tornándose en competencia.
Cuenta en su excelente tesis GómezMiramón que el origen del «affaire» entre ambos surgió en 1767 por una obra de calado: la reforma de la capilla de San Pedro de la Mezquita-Catedral. Según explica, al arquitecto Dreveton le encargó este proyecto el Cabildo Catedralicio, mientras que el escultor Verdiguier le llegó la misma
encomienda por parte del Patronato de la Capilla. Los diseños de ambos entraron en liza y finalmente el Cabildo optó por Dreveton. Tal decisión hizo entrar en cólera al escultor, que, en su correspondencia, mostró su enfado echando por su pluma sapos y lagartos contra su paisano. El asunto fue grave, pues llegó incluso a oídos de los Veinticuatro que gobernaban la ciudad. Si la sangre no llegó al río quizá fuese porque desde el Obispado «conformaron» al escultor con otros trabajos en San Felipe Neri. El vínculo artístico entre los dos ilustrados franceses se restableció por tanto y poco después se les vio trabajar en el Seminario de San Pelagio. A partir de entonces, eso sí, no regresó sin embargo la vieja amistad, sino una alianza por interés.
El legado
Más allá de esa amarga trifulca, lo cierto es que la huella creadora del dúo que formaban Dreveton y Verdiguier quedó indeleble. De Verdiguier son por ejemplo esculturas tan emblemáticas como los triunfos de San Rafael que hay en la Puerta del Puente o en la Plaza del Potro. También es suya la ornamentación de los Púlpitos de la Mezquita y la de la Capilla de Jesús Nazareno de Lucena y parte del Sagrario de la Catedral de Jaén y de la fachada de la Catedral de Granada. Dibujos de Verdiguier se pueden ver en los museos de Bellas Artes de Marsella y Córdoba y también en Londres. Un hijo suyo trató incluso de seguir sus pasos como escultor, aunque, tras no lograr asentarse, se centró en las clases de dibujo con alumnos tan notorios como el futuro Duque de Rivas.
Baltasar Dreveton firmó por su parte proyectos tan reseñables como la cripta de San Nicolás de la Villa, el Archivo de Obras Pías del Patio de los Naranjos o la Puerta del Caño. Quizá sea sin embargo su obra más celebre el Colegio de Santa Victoria, en la Plaza de la Compañía, un diseño en el que hubo de contar con la colaboración del arquitecto madrileño Ventura Rodríguez pues se hundió una techumbre durante su construcción.
Jean-Michel Verdiguier y Baltasar Dreveton desaparecieron de escena antes de que sonasen los tambores de guerra napoleónicos. Y su memoria se fue desdibujando. Hoy, más de 200 años después, una calle recuerda al escultor Verdiguier, pero no hay nada similar en homenaje al arquitecto Dreveton. Menos mal que, gracias a los desvelos de Gómez-Miramón, al menos ha quedado bien detallada esta historia cordobesa que comenzó en Lisboa un triste día de Todos los Santos. Con un terremoto que hizo temblar la península y cuyas ondas expansivas también parece que dinamitaron una vieja y marsellesa amistad.