«DIÁLOGO SERENO»
Va a resultar que el «procés» no lo inventó el viejo Mariano
SI la economía casca, lo demás revienta. Tal es la lección de las dos últimas súper crisis globales. La de 1929 abonó los totalitarismos de entreguerras, que degeneraron en el horror absoluto de la Segunda Guerra Mundial. La de 2007 laminó los ingresos de las clases medias, disparó el paro y generó una ola de descontento que cristalizó en nuevos partidos-protesta, clavo ardiendo de personas arrojadas a las cunetas del sistema. Aquí, ese malestar impulsó en la primavera de 2011 el nacimiento del Movimiento 15-M (embrión del futuro Podemos). España, en contra de lo que a veces se nos cuenta, es una. Así que la rabia 15-M también llegó a Cataluña, por supuesto. El 15 de junio de 2011 una de sus protestas cercó el Parlamento catalán. Los diputados, los nacionalistas los primeros, fueron increpados, les escupieron, les lanzaron objetos. El presidente catalán, Artur Mas, y la del Parlamento, la xenófoba Núria de Gispert, se vieron obligados a acceder a la Cámara en helicóptero. CiU caía en los sondeos. Las cuentas no cuadraban, porque la Administración autonómica estaba quebrada, y ordenar recortes resultaba muy impopular. Eran días complicadísimos para Mas, que se asustó.
¿Cómo reaccionó? Sin haber sido separatista hasta entonces —al menos en voz alta— decide ocultar sus penurias tras la estelada. Ha nacido «el procés». En contra de su mito, la ola independentista no brotó de un anhelo irrefrenable de la población. El proceso fue impulsado a conciencia desde la Generalitat y solo tiene siete años de vida. Fue una eficaz y carísima campaña de propaganda, pagada con dinero público, que ha tenido éxito, pues el apoyo al independentismo, aun no siendo mayoritario, ha crecido. Por último, los mesías que lanzaron la campaña acabaron creyéndose su propia utopía republicana. Desdeñaron a España como un oso fatigado y adormilado, que no reaccionaría, y en octubre de 2017 dieron un fallido golpe de Estado (cutre, pero sin duda un intento en regla de subvertir por la fuerza la legalidad a fin de declarar la independencia).
La que acabo de contar es un modo de verlo. Pero existe otro, defendido durante estos siete años por el PSOE, su prensa afín, tertulianos madrileños que se avergüenzan de ser españoles y comunicadores catalanes que se forran en Madrid, pero cultivan un estudiado desdén hacia España. Su tesis era sencilla: hay una solución asequible, «el diálogo» con los nacionalistas, y si la crisis se ha enquistado en Cataluña es solo por la cerril intransigencia de Rajoy, que no dialoga y «se esconde tras las togas de los jueces». Entrañable.
Pero llegó Pedro I El Dialogante. Recibió a Torra y a su lacito amarillo en Moncloa. Presionó a los jueces en favor de los golpistas. Desprotegió al Rey. Prometió más autogobierno, inversiones, un nuevo Estatut... ¿Resultado? El «procés» está más encanallado que nunca, el desorden crece, el presidente catalán aboga por una revuelta violenta y para celebrar un simple Consejo de Ministros en Barcelona, la segunda ciudad de España, hará falta un despliegue de un millar de antidisturbios. El «diálogo sereno» de Sánchez va viento en popa.