CAMBIO DE CICLO
Los cambios de ciclo nos ponen ante el abismo, la transformación de los hijos es una metáfora
El diálogo con su maleta de color rosa comenzó dos días antes de su viaje en autobús hasta Cazorla. La abrió de par en par para discutirle a solas el equipaje. Algunos shorts regresaron al armario tras consultar el pronóstico del tiempo. Fue incorporando las mallas y los vaqueros en un esfuerzo por añadir seriedad ante los rigores de la sierra. Añadió cuatro pares de zapatillas para la diversidad térmica que creyó entender en el pronóstico y un protector solar para el augurio de algunos rayos de sol, que permitirían el chapuzón alocado y sonoro de toda la clase, debió pensar. Esta imagen había colonizado su mente mucho antes de llegar, un recuerdo adelantado, imaginado en los ratos de recreo y en las conversaciones silbantes y rápidas a la salida del colegio, vividas con la intensidad de una experiencia de desunión: fin de una etapa educativa.
Muchas de las mejores cosas aprendidas viajan estos días hasta Cazorla, algunos de los lazos de amistad más duraderos que encontrarán en sus vidas han subido al autobús. La inconsciencia y la alegría actúan como antídoto para una nostalgia anticipada. Es bueno con pocos años desconocer cómo los cambios aligeran más tarde los recuerdos y servirán para extender sus vidas más allá de la superficie cuadrada de sus aulas, a las que hasta ahora se aferran ante el asombro que les produce el paso incontenible del tiempo, transformador de cuerpecitos breves en descubrimiento anatómico diario.
La clase será siempre paredes sin fecha de caducidad. El latigazo de aquel olor a goma de borrar terminará en cualquier recodo de sus mentes por muchos años, hasta reconocerse en la infancia de otros seres, posiblemente sus propios hijos. Es el ciclo sin fin que nos maravilla. La maleta de color regresará a casa y un buen día saltará a otro destino, ahora imprevisible. Entretanto habrá que moldear un equipaje dispuesto a afrontar tormentas y vientos desabridos, enconados en las dificultades que la vida propone resolver.
Los cambios de ciclo nos ponen a todos ante el abismo, la transformación de los hijos es una metáfora de nuestra incomprensión del tiempo. Nuestra perplejidad trabaja por ocultar la necesidad de cambio que implica existir, preferimos pivotar entorno a las mismas cosas para que nada cambie y acallar así nuestras aspiraciones, o detenerlas en el dique de un equipaje monótono y gris, con nubes y claros, que nos vuelve inseguros ante el catarro ocasional.
Sabemos que todo cambia y tiene fin, todo va y todo viene, en una órbita descrita con anterioridad. Los límites de ese universo adolescente nos visitan también a los mayores, cuando las etapas tocan su fin y nos bajamos del barco con un soplo de brisa fresca que nos confía otro horizonte. Es ese el instante glorioso en que aprendemos a saludar el cambio como único combustible de vidas perplejas y plenas.