ABC (Córdoba)

CAMBIO DE CICLO

Los cambios de ciclo nos ponen ante el abismo, la transforma­ción de los hijos es una metáfora

- NATI GAVIRA

El diálogo con su maleta de color rosa comenzó dos días antes de su viaje en autobús hasta Cazorla. La abrió de par en par para discutirle a solas el equipaje. Algunos shorts regresaron al armario tras consultar el pronóstico del tiempo. Fue incorporan­do las mallas y los vaqueros en un esfuerzo por añadir seriedad ante los rigores de la sierra. Añadió cuatro pares de zapatillas para la diversidad térmica que creyó entender en el pronóstico y un protector solar para el augurio de algunos rayos de sol, que permitiría­n el chapuzón alocado y sonoro de toda la clase, debió pensar. Esta imagen había colonizado su mente mucho antes de llegar, un recuerdo adelantado, imaginado en los ratos de recreo y en las conversaci­ones silbantes y rápidas a la salida del colegio, vividas con la intensidad de una experienci­a de desunión: fin de una etapa educativa.

Muchas de las mejores cosas aprendidas viajan estos días hasta Cazorla, algunos de los lazos de amistad más duraderos que encontrará­n en sus vidas han subido al autobús. La inconscien­cia y la alegría actúan como antídoto para una nostalgia anticipada. Es bueno con pocos años desconocer cómo los cambios aligeran más tarde los recuerdos y servirán para extender sus vidas más allá de la superficie cuadrada de sus aulas, a las que hasta ahora se aferran ante el asombro que les produce el paso incontenib­le del tiempo, transforma­dor de cuerpecito­s breves en descubrimi­ento anatómico diario.

La clase será siempre paredes sin fecha de caducidad. El latigazo de aquel olor a goma de borrar terminará en cualquier recodo de sus mentes por muchos años, hasta reconocers­e en la infancia de otros seres, posiblemen­te sus propios hijos. Es el ciclo sin fin que nos maravilla. La maleta de color regresará a casa y un buen día saltará a otro destino, ahora imprevisib­le. Entretanto habrá que moldear un equipaje dispuesto a afrontar tormentas y vientos desabridos, enconados en las dificultad­es que la vida propone resolver.

Los cambios de ciclo nos ponen a todos ante el abismo, la transforma­ción de los hijos es una metáfora de nuestra incomprens­ión del tiempo. Nuestra perplejida­d trabaja por ocultar la necesidad de cambio que implica existir, preferimos pivotar entorno a las mismas cosas para que nada cambie y acallar así nuestras aspiracion­es, o detenerlas en el dique de un equipaje monótono y gris, con nubes y claros, que nos vuelve inseguros ante el catarro ocasional.

Sabemos que todo cambia y tiene fin, todo va y todo viene, en una órbita descrita con anteriorid­ad. Los límites de ese universo adolescent­e nos visitan también a los mayores, cuando las etapas tocan su fin y nos bajamos del barco con un soplo de brisa fresca que nos confía otro horizonte. Es ese el instante glorioso en que aprendemos a saludar el cambio como único combustibl­e de vidas perplejas y plenas.

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