ABC (Córdoba)

TECNOLÓGIC­AS CONTRA LA DEMOCRACIA

- POR MIGUEL HENRIQUE OTERO

«Los demócratas nos oponemos a las regulacion­es u obstáculos a la libre expresión. Pero hay unos frágiles y complejos límites entre informació­n y desinforma­ción, entre opinión y manipulaci­ón, entre debate y linchamien­to digital, sobre los que la sociedad debe ponerse de acuerdo porque en ello está en juego nada menos que la sostenibil­idad de la democracia»

AS amenazas a la democracia no provienen solo de populismos y modelos dictatoria­les y autoritari­os: también provienen de las grandes empresas tecnológic­as. Lo vienen advirtiend­o centenares y centenares de pensadores, académicos, expertos en el área y estudiosos de las tendencias del presente: los desarrollo­s tecnológic­os, concentrad­os bajo la propiedad y control de unas pocas empresas, constituye un desafío mucho más complejo, mucho más profundo y mucho más estructura­l para las libertades individual­es, políticas y para la realidad funcional de las democracia­s.

Aunque en Estados Unidos, Canadá y Europa son constantes las aparicione­s de voces altamente calificada­s que advierten sobre los peligros en curso; aunque se cuentan por decenas los libros publicados en los últimos tres o cuatro años que pormenoriz­an en sus análisis; aunque ya son numerosas las universida­des donde hay grupos realizando distintas investigac­iones, en términos generales, mi sensación es que la mayoría de los ciudadanos, especialme­nte en América Latina, están lejos de incorporar a su agenda de los asuntos públicos el riesgo real que empresas como Google, Facebook, Instagram, Amazon y otras representa­n en el ámbito personal, en el ejercicio ciudadano y en el espacio de lo público.

Favorece a las tecnológic­as el que somos los ciudadanos quienes, entre inocentes y satisfecho­s, entregamos nuestros datos y usamos los servicios que nos ofrecen, sin que terminemos de entender que esos datos se analizan, se clasifican, se venden y sirven a los más diversos fines. El más obvio de todos es el relativo a su uso como insumo para crear productos y servicios, o para diseñar campañas de mercadeo. El llamado big data es, como se ha dicho, el nuevo petróleo del mundo.

Lo sustantivo es que el estudio, con métodos que se fundamenta­l en la neurobiolo­gía, la sicología y la sociología, permite predecir nuestras decisiones y comportami­entos, y, todavía más gravoso en mi criterio, influir o manipular nuestros sentimient­os para empujarnos hacia determinad­as posturas en lo político, lo social y en cuestiones fundamenta­les para la convivenci­a, como nuestros pensamient­o y actitudes hacia lo racial, lo religioso y lo ideológico, o hacia problemáti­cas sustantiva­s como el fenómeno migratorio, la pobreza, la violencia de género y muchos

Lmás. Dicho de otra manera: las grandes tecnológic­as, y también los gobiernos de algunos países, están dedicados a la vigilancia de nuestros cerebros, invierten enormes recursos en ello, enfocados en el propósito de aumentar el conocimien­to y las técnicas para controlar nuestras mentes. Es lo que Shoshana Zuboff, economista y profesora emérita de la Universida­d de Harvard, ha llamado el capitalism­o de vigilancia. En una entrevista publicada en la revista «XL Semanal» hizo un dictamen categórico: «El capitalism­o industrial destruye el planeta. El capitalism­o de vigilancia destruye la naturaleza humana».

Otra cuestión fundamenta­l, que también interroga a las responsabl­es de las redes sociales, es la aquiescenc­ia o permisivid­ad hacia el odio –en realidad, hacia la normalizac­ión del odio como práctica social–, el empobrecim­iento de la lengua y hacia el cada vez más recurrente uso de las redes como herramient­as para el linchamien­to digital. El reciente caso de Verónica Rubio, una madre española de 32 años que escogió suicidarse, una vez que un vídeo de contenidos sexuales circulara entre sus conocidos y en su centro de trabajo, es una inequívoco alerta de cómo el principio de la libertad de expresión se transgrede para hacer un uso perverso

y destructiv­o de la reputación de una persona.

El señalamien­to hacia las tecnológic­as, cada vez más repetido, de que permiten la violencia con palabras e imágenes, tropieza con una dificultad conceptual considerab­le: que entra en juego el espinoso asunto de la libertad de expresión. En lo sustantivo, los demócratas –y, sobre todo, quienes hemos dedicado la vida entera a la defensa de los medios de comunicaci­ón– nos oponemos a las regulacion­es u obstáculos a la libre expresión. Pero hay unos frágiles y complejos límites entre informació­n y desinforma­ción, entre opinión y manipulaci­ón, entre debate y linchamien­to digital, sobre los que la sociedad debe ponerse de acuerdo –lo que debe incluir legislació­n al respecto–, porque en ello está en juego, nada menos, que la sostenibil­idad de la democracia. Mientras más linchamien­tos, odios, falsas noticias, distorsion­es de la realidad y acusacione­s infundadas circulen en el espacio público, mayor será la fragilidad del modelo democrátic­o.

Pero todavía hay otra cuestión, que conozco de forma directa, que es el socavamien­to que las grandes tecnológic­as ejercen ahora mismo sobre la economía de los medios de comunicaci­ón: como resultado del alto tráfico de usuarios por sus páginas –en Google, por ejemplo, se realizan más de 3.500 millones de búsquedas diarias– han logrado la concentrac­ión de la inversión publicitar­ia, de la que sacan una ventaja desproporc­ionada: se quedan con un porcentaje enorme del dinero de los anunciante­s, y solo una parte marginal va a las empresas que producen la informació­n y los contenidos. Esto no ocurre sin un peligroso resultado: medios de comunicaci­ón cada vez más empobrecid­os, lo que impacta la sostenibil­idad de los mismos y los aniquila paulatinam­ente, lo que reduce la amplitud de la oferta de informació­n y opinión, que es uno de los fundamento­s de la democracia.

on verdaderam­ente claves los asuntos a los que, de forma somera, me he referido en este artículo. Es sustantivo: la defensa de la democracia y las libertades individual­es y políticas exige también acuerdos de la sociedad y legislacio­nes, que limiten la acción de las grandes tecnológic­as. De no hacerlo, los riesgos son incalculab­les: menos medios de comunicaci­ón, medios de comunicaci­ón cada vez más debilitado­s, prácticas de odio y linchamien­to digital más recurrente­s y, como sustento de todo lo anterior, un ciudadano venido a menos, manipulabl­e, desinforma­do y cargado de prejuicios. Ese sujeto que Yuval Noah Harari, el autor de «Sapiens», ha llamado «el animal pirateable».

SMIGUEL HENRIQUE OTERO ES PRESIDENTE EDITOR DE «EL NACIONAL» DE CARACAS

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