Tus dones me acarician sin prenda ni pesar, como el recuerdo de los únicos labios que supieron nombrarme
unca creí que acabaría en Ibiza ni que me gustaría tanto. Confieso que fui uno que se dejó llevar por los murmullos y la ignorancia. Ibiza es una isla extraordinaria, amable, todo está bien puesto, como si me esperara. Eres mi nuevo ídolo y mi eterna esperanza de regresar. Me bastó una mañana para comprender el resentimiento que despiertas y sus causas: y la afectación de los que se creen mejores sin haberte jamás pisado. Me gustas por lo que eres y por cómo te rechazan. Y porque en ti he recordado que contra el resentimiento social y la petulancia aldeana es la gran guerra que aún libramos.
Entre los hombres a los que la belleza les da rabia y a los que nos seduce y nos excita transcurre la única ecuatorial insalvable e Ibiza es el espejo en que se desdibujan las pasiones más bajas. Cara como París, elegante como si fuera inglesa, luminosa de una luz que sólo da el mediterráneo, con la sombra de Dios en el agua, las zonas afectadas por los excesos de algunos turistas están muy localizadas y no hace falta visitarlas.
Su arquitectura característica, estilosa y sexy, convive en armonía con los mejores hoteles del mundo y las construcciones más recientes, que en general se llevan a cabo con gusto y sin estropear el paisaje. Su cocina popular resulta, para un chico como yo, de ciudad avanzada, tan exótica y radical como los restaurantes de Nobu y de Ferran Adrià.
Y por todo esto ofendes a los que en lugar de admirar lo que no pueden alcanzar se despeñan por el abismo de odiarlo; y por todo esto te desprecian los que en su autosuficiencia cantonal andan en círculo como los perros antes de tenderse. A la vez me divierte y me entristece contemplar el mecanismo tan elemental de los hombres más vulgares; y cómo el recelo y la impotencia asfixian a los que más necesitan salvarse.
Ibiza, tú sabes darte sin condiciones, como los mejores. Tus dones –algunos atávicos y otros aún adolescentes– me acarician sin prenda ni pesar, como el recuerdo de los únicos labios que supieron nombrarme, y sólo me pides que nunca me olvide de saber mirarte.
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