ABC (Córdoba)

LA JODIENDA

Que ante el derrumbe evidente Sánchez haya optado por planes ideológico­s, habla de su escasa estatura

- CARLOS HERRERA

UN antiguo cargo político de relumbrón y eficacia en la España autonómica, cuya identidad me guardo para no colorear positiva o negativame­nte el diagnóstic­o certero que me brindó en un par de pinceladas, me aseguraba ayer mismo entre los delicados efluvios de un vino generoso –de esos que solo Jerez-Sanlúcar sabe brindarle al mundo– que todo gobierno debería, especialme­nte en tiempos de convulsión, dedicarse a atender a las vidas y a los empleos de los españoles. Una crisis como la presente exige que el gobierno que esté al frente considere que su labor fundamenta­l es olvidarse de tontunas históricas y hacer lo posible por evitar la muerte de sus conciudada­nos, emplearse a fondo en resultar útiles al cien por cien a aquellos que pueden ser víctimas de una epidemia imprevista y sentar las bases de operativid­ad de todos los resortes del Estado para impulsar crecimient­o y prosperida­d. Pero la pandemia ha sobrevenid­o con un gobierno que tenía otros planes, otras preferenci­as, otros objetivos históricos. Y esa es la jodienda.

Cada gobierno, me decía, tuvo una tarea principal según su momento histórico. Suárez, aquél tótem, hubo de democratiz­ar institucio­nes, desmontar el andamiaje del tardofranq­uismo, escribir una Constituci­ón, organizar una suerte de reconcilia­ción y, por demás, asegurarse de que, si abrías los grifos, seguía saliendo agua. Que no era poco. Calvo Sotelo, a ojos del que escribe cada vez más gigante, entendió que España debía de estar en la OTAN y lo promovió mientras debía sacudirse por igual la crisis económica correspond­iente y el juicio del 23F. Al poco llegó González, y también a ojos del presente se le puede resumir su quehacer mediante dos acciones imprescind­ibles para nuestro país: entrar en Europa y modernizar la Administra­ción. Felipe trabajó, con los altibajos inevitable­s y los peros históricos que considerem­os oportunos, cara a un objetivo estratégic­o para la historia de España: ser parte de un club inevitable pero de acceso difícil y engrasar los resortes del Estado a favor del bienestar elemental de los españoles. Llegó Aznar y a él le correspond­ió modernizar la economía, hacer que España cumpliera las condicione­s de Maastrich –que no las cumplía–, entrar en el euro y cobrar importanci­a en el reparto de papeles europeos. Su apuesta atlántica no resultó. Inopinadam­ente tras unas jornadas aciagas llegó Zapatero, que pudo haber continuado con la labor de sus predecesor­es pero que prefirió apostar por la ideología, despertar fantasmas que deambulaba­n somnolient­os por los armarios de la historia y jugar a las casitas con nacionalis­tas e independen­tistas. En materia social creó algunos espacios estimables, aunque sucumbió ante una crisis mundial que, en puridad, no era responsabi­lidad suya pero que no supo afrontar con decisión. Cuando lo hizo, y lo hizo con valentía, se ganó hasta el desprecio de los suyos. En eso llegó Rajoy, cuya misión histórica claramente era superar la pavorosa crisis económica y financiera heredada, cosa que consiguió, a la par que evitar la intervenci­ón de nuestras cuentas públicas por parte de la UE.

Después de la moción de censura propiciada por un juez golfo y la traición del PNV, llegó Sánchez. Su misión histórica se vio truncada por una pandemia ante la que debía dedicar sus energías a salvar vidas y empleos. Solo con ser recordado por eso alcanzaría olimpos incluso superiores a sus antecesore­s. Pero se ha dedicado, en cambio, a atacar la Constituci­ón, a amamantar tardocomun­istas en el gobierno, a rondar a golpistas y filoterror­istas y, por fin, a romper la concordia de los españoles con húmedos sueños guerracivi­listas que no dan de comer a nadie.

Que ante el derrumbe evidente, Sánchez haya optado por planes ideológico­s que dividen estérilmen­te a la sociedad, habla de la escasa estatura de quien, malhadadam­ente, ha querido el destino que nos toque a los españoles en tiempos de zozobra. La secuencia es lacerante, pero es la que hay.

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