La transferencia de la impopularidad
«Para arruinar aún más a la hostelería, conmigo que no cuenten», dice Isabel Díaz-Ayuso, guardiana de las esencias liberales y autoridad competente de un estado de alarma que en Madrid sobresale por su liviandad. La desinhibición de la presidenta regional contrasta con la hipocresía de quienes, como si fueran fabricantes de turrones o anunciantes de perfumes, se lanzaron en tromba a salvar la Navidad y presentar en sociedad al allegado, figura clásica del belén de la casa de Tócame Roque con que España santificó sus fiestas para solaz y envidia de una Europa confinada. De aquellos musgos, estos lodos. El progresivo cierre de la hostelería, como el decretado ayer en la Comunidad Valenciana, o el adelanto asimétrico del toque de queda, judicializado por un Gobierno cuya portavoz invita ahora a «explorar la materia de restricción de la movilidad» sin tocar una coma del decreto que blinda la irresponsabilidad de Sánchez hasta mayo, dan volumen y altura a una tercera ola pandémica que coge debajo a quienes el Gobierno obligó el pasado otoño a cogobernar y surfear con la tabla de Fernando Simón. El populismo también consiste en renunciar a la impopularidad, o en delegarla. Que se ahoguen ellos, sin respiradores. Ayuso, por primar la economía sobre la salud; Puig, por cerrar los bares, y Mañueco, por mandar a la gente a casa a las ocho de la tarde. Por exceso o defecto, no hay inocentes. Con los ERTE prorrogados hasta primavera, gran fiesta de aniversario, y los hospitales contando nuevos contagios por decenas de miles, el Gobierno se acomoda y reafirma su rechazo a elegir entre salvar a las víctimas del Covid o a los empresarios. Quien decide y se ahoga es la autoridad competente. No va a ser el Gobierno el que se quede atrás mientras «explora la materia de restricción de la movilidad».