No hay vacuna
Corre por ahí la especie de que, normalmente, quien se convierte al separatismo nunca deja de serlo. Es tan grande la zancada que se da que en la mayoría de los casos el camino no tiene fácil retorno. Algún renegado queda, pero son legión los que no se mueven de ahí. Nada ayuda, como es el caso, que los constitucionalistas no hayan prestado el suficiente interés en volver a captar la adhesión en el colectivo «indepe», de tal forma que casi toda la tarea desarrollada por los partidos contrarios a la secesión se terminaba en el esfuerzo declarativo. Menos aún han ayudado, en los últimos tiempos, ideas como la de la mesa de negociación abierta por Sánchez para arreglar el problema, o intentar dorarles la píldora hablando de indultos o de reformas del Código Penal que vengan a ‘legalizar’ la sedición. Lejos de conseguir que mengüe el movimiento, lo único que se logra, visto está, es cebar el ánimo de los separatistas, que al grito de «ya van viniendo, ya van viniendo» se limitan a esperar sentados la última ocurrencia ‘de Madrit’ para seguir, erre que erre, dorándoles la píldora. Lo intentó Sáenz de Santamaría con la ‘operación Cataluña’, con el resultado conocido el 1-O. Y con mucha más profusión incluso, amagando con entregarles la llave de la parcela, lo ha llevado a cabo Sánchez últimamente.
Para oscurecer algo más este crepúsculo, tan gigantesca abstención ha jugado claramente en contra de la opción constitucionalista, que temía más el contagio que a ese contumaz martillo pilón del separatismo. Ellos nunca van a parar porque han hecho de ese objetivo el centro de su existencia, con ese romanticismo bobalicón de quien se enamora de su ruina. No hay vacuna para el separatismo, más aún si en vez de inyectarle el antídoto lo que se hace es meterle vitaminas.