ABC (Córdoba)

Alianza de barbaries

El cónyuge de Montero estuvo a sueldo de aquellos ayatolás iraníes que lapidaban adúlteras y colgaban homosexual­es

- CAMBIO DE GUARDIA GABRIEL ALBIAC

NOTA Baudelaire, en su ‘Spleen de París’, la admirativa aquiescenc­ia del Maligno ante el sermón de un eclesiásti­co menos romo que sus iguales: «Queridos hermanos, no olvidéis nunca, cuando oigáis elogiar el espíritu ilustrado, que la más bella astucia del diablo consiste en convencern­os de que él no existe». Nada lleva tan lejos el entusiasmo destructor de los hombres cuanto su empeño en ocultarse –al precio de toda ceguera– que el mal es la mejor repartida y la más inamovible compañía de nuestra especie.

No, nada hay en este mundo más exterminad­or –ni más diabólico, si nos atrevemos a recuperar el lenguaje clásico– que esa laica beatitud que se empecina en fingir santo al mundo a cualquier precio. Porque en un proyecto así no cabe límite ni exceso: el cielo aguarda; sólo queda tomarlo. El santo es, en la tierra, sombra hiperbólic­a del diablo.

Tomemos el paradigma de una laica santidad: la que con unción ejerce la señora ministra de igualdades. Sopesemos su enojo contra los que lamentan

Ala exagerada crueldad que, hacia las mujeres afganas, exhiben los nuevos amos de esa pobre tierra, a la cual nuestro obeso occidente ha abandonado. Hipocresía sólo, dicta Montero. Porque «en todos los países se oprime a las mujeres… Eso pasa en Afganistán, en relación a la educación, la salud y el trabajo; pero pasa también en España, con unas tasas intolerabl­es de violencia machista… Todas las culturas, sociedades y religiones tienen formas y mecanismos de opresión contra la mujer, aunque sean de diferente dureza». Minucias nos distinguen: escalas ínfimas de dureza.

La lógica ministril no carece de chispa. Y se cifra en un ingenuo postulado teológico: pues que en este mundo nuestro todo es malo, ¿por qué primar una maldad sobre otra? Imaginemos a un enfermo terminal que agoniza. Entra una ministra: ¿De qué te lamentas, necio –le reprocha–, si al cabo morimos todos? Yo misma me he levantado hoy con un dolor de cabeza de lo más molesto. ¿De qué vienen a quejarse las mujeres afganas, si al cabo estadounid­enses o europeas también son preteridas por sus varones? Hasta las hay, me dicen, que tuvieron que hacer carrera a la sombra de sus cónyuges. ¿Qué me va usted a contar a mí del burka?

El jovial portavoz talibán, Zabihullah Mujahid –alias que se traduce como ‘el soldado degollador de Alá’– ratifica ese punto de vista con estilo más rápido que el de Montero: «las mujeres afganas serán felices en el Estado Talibán porque vivirán bajo la Sharía». Irrefutabl­e. Y serán sus lapidacion­es ocasión para su gozo. A nadie extrañe esa armonía. Al fin, el cónyuge de Montero estuvo a sueldo de aquellos ayatolás iraníes que lapidaban adúlteras y colgaban homosexual­es de las grúas.

No, no es ya la ‘alianza de civilizaci­ones’ de su mentor predilecto. Es la alianza de barbaries. Tan diabólica que lo mismo va y funciona.

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