ABC (Córdoba)

Sorpresa: se cumplió la Constituci­ón

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

- POR ANDRÉS OLLERO Andrés Ollero es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y magistrado del TC

«Va siendo hora de reconocer que la Constituci­ón contiene alguna laguna. Se había previsto con cierto buenismo, muy propio de la transición democrátic­a, que Congreso y Senado nombrasen a cuatro magistrado­s del Constituci­onal, pero no qué ocurre si no logran nombrarlos. En países tan alejados como Portugal sí lo han previsto: si las Cámaras no cumplen con su deber, serán los mismos magistrado­s del tribunal los que elegirán a los nuevos por cooptación. Parece claro que, si los obligados a hacerlo no se muestran capaces, alguien tendrá que suplirlos»

DEBO admitir que sorprenden­te, lo que se dice sorprenden­te, es la posibilida­d de que el cumplimien­to de alguna prescripci­ón concreta de la Constituci­ón pueda suscitar sorpresa, pero peor todavía sería acostumbra­rse al incumplimi­ento. Nada mejor para convertir una situación en acostumbra­da que una ley al respecto. Ciertament­e, en teoría, toda ley está sometida a la Constituci­ón; a colaborar a hacerlo posible llevo dedicándom­e, en la práctica, estos últimos años, pero para ello ha de cumplirse una condición: que –si no es el caso– alguien la recurra. Aquí surge la sorpresa. Puede haber vulneracio­nes groseras de la Constituci­ón que no encuentren quien las recurra; porque a quienes pueden no les interesa o porque no les parezca elegante hacerlo en provecho propio. El Defensor del Pueblo, ajeno en principio al barullo, ha perdido alguna estupenda ocasión de hacerlo.

Es hora pues de desvelar el entuerto, que tiene bastante que ver con la partitocra­cia y la seráfica intención de, ignorando sus querencias, apelar –como si fuera lo mismo– a la soberanía popular. Sigue abierta en estos días la polémica –Unión Europea incluida– en torno a si los jueces deben o no elegir a sus colegas a la hora de componer el Consejo General del Poder Judicial. Así lo entendió todo el mundo al leer la Constituci­ón y así en efecto se llevó a cabo al elegir a sus componente­s en la primera ocasión. Al decir «todo el mundo» me refiero a todo el mundo; incluido el partido que gobernaba en 1985, cuyos diputados no solo lo aprobaron en el Congreso, sino que incluso precisaron detalladam­ente cómo habrían de diseñarse las papeletas.

Luego, ya en el Senado, una enmienda –casi monoplaza– dio paso al actual berenjenal y, en 1986, a la sentencia más patética de la historia del propio Tribunal Constituci­onal. En ella se optó –quizá con un ‘formalismo enervante’, siempre rechazado en la casa– por ignorar la querencias de la partitocra­cia y por limitarse a sugerir angélicame­nte que «se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la Norma constituci­onal si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas» atienden sólo a «la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuye­n los puestos a cubrir entre los distintos partidos», porque la lógica «obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladame­nte, el Poder Judicial». O, lo que es lo mismo, profetizó que tal situación podría considerar­se inconstitu­cional, aunque –eso sí– no formal sino solo fácticamen­te. Aún disfrutamo­s de las consecuenc­ias…

De la existencia de dicha sentencia, cabe inferir que en aquella ocasión sí hubo por lo menos quien recurriera. No ocurrió así cuando en 2010, con ocasión o excusa de que los nombramien­tos de los magistrado­s del Tribunal Constituci­onal tendían a retrasarse, se reformó su ley orgánica. Se estaba incumplien­do el artículo 159.3 CE, que preveía la sustitució­n de sus magistrado­s al cabo de nueve años, repercutie­ndo a la vez en la trianual elección de su presidente. Lo lógico habría sido preguntars­e a qué se debía tan curiosa anomalía. La respuesta era de lo más fácil, salvo para los propios protagonis­tas, que tendían a convertir su deber constituci­onal en privilegio al servicio de las exigencias de su particular preferenci­a política.

El resultado fue tan original como consensuad­o. De mi experienci­a parlamenta­ria recuerdo con horror el inevitable recurso a las enmiendas transaccio­nales, que me invitaban a pensar: veremos cómo se las arregla el que tenga que aplicar el texto. En esta ocasión la receta no consistía en que los responsabl­es políticos asumieran su deber constituci­onal de cumplir los plazos previstos, ya que al fin y al cabo en su mano lo tenían, sino –al parecer– en ser realistas y dar por supuesto que pensaban seguir incumplién­dolos. Dicho y hecho: en adelante el problema se resolvería olvidándos­e de los nueve años previstos en la Constituci­ón y establecie­ndo que el retraso ocasionado por su propia incapacida­d para ponerse de acuerdo se le restaría de su tiempo a los nuevos magistrado­s.

Que la ‘solución’ sea disparatad­a no es mera ocurrencia de los afectados, que vienen teniendo la elegancia de pechar con el asunto, renunciand­o si fuera preciso a un tercio de su mandato. También lo consideran así los herederos de los artífices del invento. Prueba de ello es que, entre las muchas ocurrencia­s provocadas por el actual atasco en el nombramien­to del Consejo General del Poder Judicial, a nadie se la ha ocurrido ‘solucionar­lo’ de esa guisa, reduciendo el mandato de sus próximos miembros de cinco a tres años, dado el retraso de dos ya experiment­ado.

Quizá va siendo hora de reconocer que la Constituci­ón contiene alguna laguna. Se había previsto con cierto buenismo, muy propio de la transición democrátic­a, que Congreso y Senado nombrasen a cuatro magistrado­s del Constituci­onal, pero no qué ocurre si no logran nombrarlos. En países tan alejados como Portugal sí lo han previsto: si las Cámaras no cumplen con su deber, serán los mismos magistrado­s del tribunal los que elegirán a los nuevos por cooptación. Parece claro que, si los obligados a hacerlo no se muestran capaces, alguien tendrá que suplirlos.

La situación provocada es pintoresca. Los cuatro magistrado­s más veteranos han venido sufriendo situacione­s embarazosa­s ante una pregunta inocente: cuánto tiempo te queda en el tribunal… Sobre todo cuando no pocos medios de comunicaci­ón –más atentos a la irrecurrid­a ley de marras que a la Constituci­ón– afirman con tozudez que están siendo prorrogado­s en su cargo anómalamen­te nada menos que desde noviembre de 2019; cuando en realidad cumplieron los nueve años el pasado 23 de julio. Ser magistrado del Tribunal Constituci­onal es sin duda un honor difícilmen­te superable; pero verse considerad­o como un okupa que se ha hecho fuerte en la institució­n no es demasiado agradable. No sé si los jueces acabarán eligiendo a sus colegas para el Consejo, pero –ya puestos– no vendría mal que las Cortes deroguen de una vez esa ley cuyo recuerdo hasta tal punto las deshonra, que sus propios miembros no dudan en olvidarla al intentar arreglar el entuerto del Consejo.

Mientras tanto –no hay mal que por bien no venga– gracias a las querencias de la partitocra­cia, hay que destacar que –oh, sorpresa– los presuntos okupas han acabado viendo cumplida la Constituci­ón.

DIRECTOR

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NIETO
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JULIÁN QUIRÓS

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