ABC (Córdoba)

La leyenda de las sevillanas de Sinatra

El Gordo Aspiazu subió a yates con grifos de oro y cruzó océanos en jets privados para cantar ante príncipes borrachos

- UNA RAYA EN EL AGUA IGNACIO CAMACHO

TODO el mundo le apodaba ‘Pavarotti’ por su obvio parecido pero en ocasiones se ponía una túnica de colores y daba también el pego como sosias de Demis Roussos. Con una u otra impostura se prestó más de una vez a embromar a algún ‘papparazzo’ novato ávido de famosos que ametrallar a golpe de flash en las noches de la Marbella de antes de Gil, la de Kashogui y Connery, la de Gunilla y Preysler, a finales de los 80. En aquellos veranos animaba un local en los bajos del Casino donde la ‘beautiful people’ madrileña acudía a bailar sevillanas lentas y rumbas cadenciosa­s que él cantaba con la voz algo rota por el bourbon y la madrugada. Amaneceres hubo allí en que arrulló el desparrame torrencial de Lola Flores, magia y pellizco, y estaba sobre el tablao cuando un descuido de Marta Chávarri ante una cámara hizo saltar en pedazos el ‘statu quo’ financiero de la España del felipismo. Se llamaba Tomás Aspiazu, había nacido en el Arenal, junto al Baratillo, y esta semana se fue con la misma discreción con la que había vivido. Listo, acogedor, de una elegancia natural, era un actor de reparto en las fiestas de la ‘jet’, un corpulento figurante que salía desenfocad­o en las esquinas de las fotos de las celebridad­es. Dicen que actuó ante Sinatra, ante Rotschild, ante príncipes con turbante, incluso ante Pablo Escobar en los tiempos en que dirigía el tráfico mundial de coca desde un simulacro de cárcel. Subió a yates con grifos de oro, cruzó océanos en aviones privados, vio a los amos del universo emborracha­rse –o algo peor– y nunca dio demasiados detalles de la época irrepetibl­e que le pasó por delante.

A Carmen Rigalt, la cronista más brillante de aquel tiempo de polvo de estrellas, la recibía en la Caseta cantándole ‘Soy del Sur’ con un guiño de picardía tierna. Cuando el gilismo arrasó el ‘glamour’ marbellí y espantó a las visitas más ilustres con su estética hortera se fue, de la mano de los hijos de Lita Trujillo, a hacer las Américas. Su repertorio dulcemente flamenco sonó en Miami, en la isla Margarita de antes de Chávez, en Las Vegas, en el invierno de los Alpes suizos y en los emiratos de dólares, petróleo y arena. Y en primavera siempre Sevilla, la Feria, el paréntesis de raíces sentimenta­les en su órbita aventurera. Un jeque de la Costa del Sol le obligó un día, durante una juerga en la playa, a seguirle hasta el agua vestido y sin dejar de tocar la guitarra. Su vida merecía un libro como el de ‘Los reyes del mambo’, una biografía novelada para camuflar los nombres de la gente que le contrataba. Pero jamás se dio importanci­a; sabía que su trabajo exigía una memoria voluntaria­mente vaga, lengua corta y vista larga, como una estatua animada en el atrezzo del circo de la fama. Ni siquiera hubo forma de que confirmase si era cierta o falsa la leyenda de la noche de farra en que el viejo Frankie, el mito, se arrancó por sevillanas.

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