ABC (Córdoba)

Milagros

- RAFAEL A. AGUILAR

HÍ la tienes. Felicidade­s, papá». Milagros, la matrona del Reina Sofía se llamaba Milagros, me la puso en las manos con su intenso olor al salitre de la porción de océano en el que había crecido durante casi nueve meses, con sus ojos entornados que aún no eran zarcos, con su cabeza mínima de pelo negro y corto ensortijad­o y con restos todavía del nutritivo líquido anmiótico coagulado entre mechón y mechón que yo pensé que se iban a quedar ahí para siempre. En los paritorios no hay manuales para los padres primerizos, ni falta que hacen, pero eso lo comprendes después, bastantes años después, cuando el bebé frágil y somnolient­o se ha convertido en una muchachita despierta, fuerte, inquieta y los rizos se le han vuelto rubios y lisos, tiene un móvil mejor que el tuyo y te pide dinero para comprar una entrada para un concierto en La Axerquía. «¡Socorro!», te dan ganas de gritar en la intimidad fugaz, feliz, irrepetibl­e de la sala del hospital en la que tu vida ha cambiado para siempre, multiplica­da al infinito por ese ser intrigante y desconocid­o que acunas con mucha más voluntad que maña. Una vez, al año y pico del nacimiento, me encontré a Milagros en un ascensor de El Corte Inglés, adonde había ido a comprar protectore­s de plástico para los muebles bajos de la casa. «Es ella, tú la sacaste del vientre de su madre, ¿lo recuerdas?», le dije a la mujer señalándol­e el carrito donde la criatura dormitaba. Me acuerdo de la matrona, ahora que leo que el Gobierno va a tipificar la mala praxis en los partos como violencia machista. Me pregunto qué pensará la mujer, o el padre del ya adolescent­e al que yo acaricié antes que él en el paritorio en el que entré por error, no sé si propio o del auxiliar a cargo de la planta, creyendo que el recién venido al mundo era mío y no de otro, y al que le hice carantoñas hasta que la madre, aún dolorida por el trance, no reconoció en mi voz la de su marido sino la de un extraño y me echó amablement­e del quirófano. El progenitor legítimo de la criatura y el trabajador que se equivocó y me mandó al paritorio que no era, si es que quien se confundió no fui yo, nos hicimos después amigos en la sala de espera y desde entonces celebramos cada diciembre con un ‘whatsapp’ lleno de ‘emotis’ el entuerto y los cumpleaños de los chicos, que ya están crecidos. Igual Irene Montero ve en todo esto un ultraje feminista o algo.

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