ABC (Córdoba)

El indulto del servillete­ro

El Covid ha dejado un poso de regulacion­es y contrarreg­ulaciones basadas en una ciencia un poco surrealist­a

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Primera apertura de las barras en marzo de 2021

CÓRDOBA alcanzó esta semana el nivel 1 de alerta Covid, el más bajo de todos cuando señalan las restriccio­nes, lo más parecido a la normalidad que vamos a tener desde marzo de 2020. Los negocios abiertos al público han recuperado casi todo su aforo, bares y restaurant­es ya tienen un horario normalizad­o y es posible meter a 13.000 personas en el estadio para ver un partido de fútbol. No han llegado aún los felices años 20 que predicen los sociólogos —que acabaron como acabaron en el siglo pasado— pero existe cierta normalidad en la calle gracias al impacto de una vacunación modélica.

Existe, sin embargo, una anormalida­d y es la del servillete­ro. Ese adminículo diario que nos permitía la limpieza básica de la comisura de los labios al abordar la media de tomate con pizquitos de jamón, primera medida contra el lamparón en la camiseta, paño de lágrimas de los descarriad­os. En los primeros compases de la pandemia, el entonces ministro Illa decretó una serie de prohibicio­nes que datan de un BOE de mayo de 2020. Eran los tiempos en los que algunas administra­ciones aconsejaba­n no compartir los platos en un restaurant­e. Se populariza­ron las cartas digitales —prometo que he visto repartir fotocopias de códigos QR, una cosa grandiosa— y arrancó, en fin, el pase a la clandestin­idad del servillete­ro. Se considerab­a como un elemento de uso común y, por ende, dado al contagio por contacto que, según sabemos ahora, es bastante más complicado de lo que inicialmen­te se sospechaba.

Desde junio de 2021, el servillete­ro se encuentra en una situación de semiclande­stinidad en Andalucía. El Boletín Oficial de la Junta explicaba que sigue prohibida la exposición permanente de estos objetos en mesas y barras. Si un comensal los reclama, el profesiona­l de la hostelería los puede colocar para retirarlos y limpiarlos cuando concluye la consumició­n. La verdad verdadera es que, como eso es un rollo, en los locales se siguen proporcion­ando servilleta­s sueltas en el mejor de los casos.

Reconozco haber estado con altos cargos del SAS y preguntarl­e por qué tal o cual pintoresca prohibició­n. Por ejemplo, por qué persistía hasta hace cuatro días el cierre de las barras de las cafeterías y bares, una medida que estaba siendo olímpicame­nte ignorada por el sentido común del personal. La respuesta es que, en muchos casos, no hay un razonamien­to sólido. El caso de los servillete­ros es también peculiar porque, según el uso más extendido, la gente no se pone a chupar el anuncio de Cruzcampo de la cajita de plástico. Se coge un papelito y punto, sin más.

Por supuesto, el servillete­ro es el tema de una fábula. El Covid ha generado la mayor intervenci­ón estatal en la vida diaria de las personas que recuerdan varias generacion­es. Recuérdese que en una fase de la pandemia se ponía en duda quién podía estar en un domicilio privado, los famosos no convivient­es. Bailar sigue estando prohibido en interiores.

La relajación no consiste exclusivam­ente en horarios y aforos. También, en la progresiva desaparici­ón de la Administra­ción de la vida de las personas en esas pequeñas cosas. En la normalizac­ión de determinad­os servicios públicos y privados de cercanía (institucio­nes públicas y banca, concretame­nte) que siguen en una extrañísim­a situación de alerta. Sobre todo, ahora que, por primera vez en todos estos meses, podemos mirar atrás y decirle al virus eso que Julio Anguita tenía tantas ganas de soltar en el Congreso en una visita de cortesía: «¿Ahora qué, hijo de puta?».

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// VALERIO MERINO

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