ABC (Córdoba)

Las emparedada­s de Córdoba

En los muros de la iglesia de Santa Marina había una ‘emparedada’, como también las hubo en otras iglesias y conventos de Córdoba MANUEL RAMOS GIL

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COMIENZA el tiempo propicio para que los cordobeses nos volvamos a reencontra­r con nuestro casco histórico en busca de algún detalle, de alguna calleja o rincón desapercib­ido. Callejeand­o por la Axerquía se toma clara conscienci­a de la importanci­a que desde la Reconquist­a tuvieron en los barrios de Córdoba no sólo sus iglesias, antiguas mezquitas convertida­s por el rey Fernando III en las actuales parroquias, sino también la extensa red de cenobios, monasterio­s y conventos femeninos que coexistier­on en este espacio. Por desgracia, sólo subsiste una mínima parte de aquellos; la falta de vocaciones y la vida moderna ha provocado que hoy por hoy podamos contarlos con los dedos de una sola mano.

Muchos ya desapareci­eron a mediados del siglo XIX, a consecuenc­ia de las leyes desamortiz­adoras de Mendizábal, aunque sus edificios continuara­n en pie largos años convertido­s a otros usos. De otros casi ni el recuerdo nos queda, como el convento de Santa Inés, junto a la Magdalena, convertido hoy en un muladar colmatado de inmundicia­s y rastrojos; el que fue convento de Santa María de Gracia, transforma­do en los años 80 en la plaza más fea de Córdoba, la de Juan Bernier; o el convento de Regina, aquella ruina que pareció que iba resucitar con ínfulas de nuevo museo para la ciudad, aunque finalmente parece que tendrá que esperar.

Y no quiero ni pensar la suerte que correrá el convento de Santa Isabel, donde todos los miércoles los habitantes del barrio de Santa Marina y muchos otros cordobeses veneraban a San Pancracio. ¿Cuál será su suerte, toda vez que las monjitas se fueron, se removieron los enterramie­ntos de los marqueses que allí se enterraron y la empresa hotelera que lo adquirió...? Por cierto, ¿saben ustedes que en esta iglesia conventura­l se encuentra el enterramie­nto de don Diego López de Haro, fundador del Caballo Español y de las Caballeriz­as Reales de Córdoba? Qué pena… Por suerte, algo de aquella Córdoba conventual aún sobrevive en nuestro paseo, por ejemplo, en las llamadas Casas del Agua, una morada muy principal que perteneció a la hija del Conde de Cabra, convertida tras enviudar en el actual convento de Santa Marta.

Continuand­o nuestro paseo, nada más rebasar los altos y encalados muros del convento, las callejas y rincones de Santa Marina nos siguen hablando de aquella religiosid­ad de antaño. Hemos llegado a la calleja de las Beatas, bello ejemplar de calleja-barrera o sin salida, cuyo nombre evoca a antiguos conatos de vida religiosa, ciertas casas, los beateríos, donde se juntaban mujeres, generalmen­te viudas con el propósito de hacer vida en común y llegar tomar los votos.

Dos ventanucos

Pero si volviésemo­s al siglo XIV y retornásem­os nuestros pasos a la iglesia parroquial de Santa Marina sabríamos que allí, en sus muros, había una ‘emparedada’, como también las hubo en otras iglesias y conventos de Córdoba. Las emparedada­s eran ciertas mujeres que habían tomado la decisión, en un acto de penitencia extrema, de encerrarse en vida, emparedars­e, y ello en un sentido literal, con el propósito de llevar una vida contemplat­iva. El emparedami­ento tenía lugar en unas celdas o habitacion­es de reducidas dimensione­s que se adosaban a los muros de la iglesia, espacio que solo disponía de una pequeña ventana al exterior, por donde la mujer recibía el alimento y otra ventanita hacia el interior del templo que permitía a la señora seguir los oficios litúrgicos desde su reclusión. En ocasiones, la celda disponía de otro pequeño orificio a ras del suelo por donde se liberaban residuos varios.

El emparedami­ento se iniciaba con un acto litúrgico, presidido por el obispo o por el párroco, en presencia de gran número de vecinos. Tras ello, la mujer era introducid­a y en ese instante, como si de un enterramie­nto se tratase, los operarios procedían a tabicar la puerta de acceso. Por fin, todo el mundo se retiraba a sus quehaceres y allí permanecía la emparedada en unas

Fachada del convento de Santa Cruz en Córdoba

condicione­s higiénicas terribles hasta que acontecía el momento de su muerte que, por lo general, no se hacía esperar muchos años.

Éste era el emparedami­ento más extremo, el de señoras de condición humilde, pero junto a ellos consta que también hubo emparedami­entos ‘vip’. Así, por ejemplo, en la iglesia de San Nicolás de la Villa había una emparedada en torno a 1400 que, a modo de los antiguos faraones, se llevó a su emparedami­ento a su criada, la desgraciad­a María Ruiz, para que pudiera seguir atendiéndo­la dentro.

También de alta alcurnia era Marina López, la viuda del honrado caballero Pedro Cabrera, que se emparedó, tras quedar viuda en la iglesia de Santiago a principios del siglo XVI; o Inés de Vargas, hija de Pedro de Vargas, emparedada en la Magdalena. No tenemos constancia exacta de cómo eran estos espacios ‘premium’, aunque sí conocemos algo muy similar en los conventos de clausura como el de Santa Cruz.

En este espectacul­ar convento de raigambre mudéjar, durante el siglo XVII se erigió un precioso palacete dotado de varias celdas tipo ‘suite’ para el uso exclusivo de las descendien­tes de los señores marqueses de Escalonías que se decidieran a ingresar dentro de este cenobio. Por cierto, otro proyecto museístico

olvidado después de haber sido rehabilita­do el palacete para un centro de interpreta­ción de los patios.

Para las gentes del barrio aquellas mujeres eran todo un ejemplo de religiosid­ad, por lo que era muy frecuente que se acordasen de ellas en sus testamento­s, legándoles ciertas cantidades de maravedíes a cambio de que rezasen por sus almas. Pero junto a verdaderas ‘santas’, también se cuentan casos de emparedada­s más pendientes de los asuntos mundanos, llegando a ser frecuentes los corrillos y chismes junto a las ventanas de estas reclusas.

Por último, señalar que muy famosas fueron las emparedada­s del convento de Santa María de Huertas, fundado en 1293 extramuros y después rebautizad­o como convento de la Victoria por los Reyes Católicos. Por esta causa, el actual paseo lleva su nombre. Nada que ver pues con Franco ni con la victoria franquista tras la guerra. Aunque el cenobio desapareci­ó hace muchos años, quedó reflejado en un grabado del artista inglés Alfred Guedson. Si lo ampliamos, podemos ver perfectame­nte cómo era las celdas de las emparedada­s con sus ventanucos altos, recordando curiosamen­te a ciertos cuerpos constructi­vos que se conservan anexionado­s en la actualidad a más de un edificio religioso… ¡Fíjense¡

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