El monte ya no arde solo en verano
▶España ha registrado los dos primeros meses del año el mayor número de grandes incendios de la década ▶El cambio climático provoca que el estío sea más seco y se alargue en algunas zonas incluso hasta diciembre
La lista es extensa. Estepona arde en estos momentos; la Ribeira Sacra gallega lo hizo esta semana; Asturias y Cantabria sufrieron una ola de fuegos en marzo y abril; País Vasco la padeció en febrero, todavía invierno; en octubre de 2017, la provincia de Pontevedra y el sur de Orense vieron arder casi 50.000 hectáreas; dos años antes, en el Principado se calcinaron 14.000 en diciembre. Solo este año, se ha contabilizado en España el mayor número de grandes incendios forestales —superiores a 500 hectáreas— de la década en los dos primeros meses. El monte ya no arde solo en verano. Se necesita una mano incendiaria para que prenda la chispa y aparezca el fuego, sí, pero cada vez «hay más ventanas de oportunidad» para que esta tragedia ambiental tome cuerpo.
Ese escenario cada vez más favorable a la proliferación de fuegos en meses húmedos es, precisamente, porque cada vez lo son menos. «Los veranos están siendo más secos, se van retrasando y alargando, se extienden hasta septiembre o incluso diciembre». Lo explica el catedrático Manuel Marey, que desde el Área de Proyectos de Ingeniería de la Universidad de Santiago (USC) lleva años dirigiendo un equipo que estudia el fenómeno de los incendios en Galicia y España. «No es lo mismo el terreno que te encuentras en julio con una primavera lluviosa que el que arrastras tras muchos meses de sequía» propia de los meses de verano, «la intensidad del fuego es mayor si se dan condiciones de cierta temperatura y viento».
Menos precipitaciones
Según la Aemet, desde los 60 la temperatura media en España ha aumentado en 0,3º por década, o lo que es lo mismo, casi dos grados en total, con un calentamiento «más significativo en verano que en el resto de estaciones». A eso se le suma que desde 1950, el nivel de pluviosidad en nuestro país «ha sufrido un moderado descenso», que se combina además con «una demanda evaporativa cada vez mayor» por el aumento de las temperaturas.
Los datos están recogidos en el ‘Informe sobre el estado del clima’ del pasado 2019.
Esta realidad, que podría llevar a pensar que el cambio climático ahonda en una eventual deforestación de nuestro país no coincide con los datos. Mientras que en el planeta la superficie forestal ha retrocedido un 3% desde los años 70 —datos del Banco
Mundial—, en España la tendencia es radicalmente opuesta, aumentando las masas forestales en más de un 60% en los últimos cuarenta años, según un estudio de 2017 de la Sociedad Española de Ciencias Forestales. Hay más monte, pero se cuida menos, y los crecimientos son descontrolados.
Hay un elemento que diferencia las olas de incendios de España a las que sufren otros países próximos, como Portugal, o mediterráneos, como Grecia este mismo verano: la causalidad. Fuera de nuestras fronteras, el origen del fuego está mayoritariamente identificado en accidentes o negligencias, incluso derivado de fenómenos meteorológicos como rayos. Por el contrario, los incendios «en España son una forma de utilizar el fuego para conseguir un objetivo orientado hacia la agricultura o la ganadería», afirma. El catedrático asegura que se «busca obtener un beneficio propio», y enmarca este tipo de incendios en los que denomina «de invierno», producidos por ganaderos «porque de esta manera, en marzo o abril, con las lluvias de mayo tenían pastos» para sus cabañas.
El modelo ha cambiado
Por el contrario, los que tienen lugar en verano «responden a otras características muy variadas». Desde «disputas y riñas» entre particulares a «hacer daño», sin otra motivación. «Aquellas personas que tienen un interés en provocar un problema lo aprovechan y generan unos incendios totalmente distintos a los de hace cuarenta o cincuenta años». Se diferencian «en la superficie y en su violencia». Antes, «los incendios eran más pequeños, más localizados». El incendiario «provocaba un fuego en las parcelas que le interesaban», que solían estar «lejos de las casas». Ese modelo «ha cambiado».
A su favor cuenta con la situación coyuntural del clima, pero también con las condiciones estructurales del medio rural. O lo que es lo mismo, el «abandono» que sufre el monte, particularmente en el noroeste, derivado de distintas variables como la despoblación, pérdida de rentabilidad de las pequeñas explotaciones forestales, la crisis demográfica y la falta de relevo generacional. «Este incendio de Ribas de Sil ha avanzado todo este territorio sobre una superficie vegetal semiseca fruto de ese abandono –destaca Marey– si hubiese terrenos de prado, arados, cambios de uso, esa capacidad de avance se vería frenada».
Para Agustín Merino, catedrático de Edafología y Química Agrícola (USC), «puede haber personas que pongan fuego, pero si las plantaciones están bien gestionadas, el fuego prende menos». «Lo que hay que hacer es usar el monte, está abandonado porque no se usa», añade Marey. De dotarlo de usos capaces de aportar al territorio una mayor «capacidad de resiliencia frente al fuego» no asistiríamos a una terrible paradoja: «a día de hoy tenemos menos incendios que hace unos años pero más superficie quemada».
Los expertos también coinciden en desterrar un mito que rodea al incremento de la actividad incendiaria: la responsabilidad del eucalipto como especie pirófita que favorece la expansión del fuego y el empobrecimiento de los entornos donde crece. «Se le puede acusar de ciertas cosas, pero no de crear incendios –asegura Manuel Marey– no es real, ni científico ni técnico». Expone el caso del fuego de Ribas do Sil, «donde no hay eucalipto y ha ardido todo igual».
Merino, especialista en gestión de suelos forestales, añade otra clave. «En Galicia hay mucha superficie quemada que se vuelve a quemar, son suelos pobres que no pueden acoger especies exigentes como el castaño –detalla– si fuera fácil, mucha superficie del paisaje estaría dedicada a este tipo de árboles, pero no es el caso». Es decir, el eucalipto tiene la capacidad de crecer allí donde no se dan las condiciones
para otras especies autóctonas, gracias a su propia idiosincrasia.
Los datos refuerzan esta versión. En un artículo publicado en 2019, el profesor Marey señalaba que en 50 de las 71 parroquias gallegas consideradas de alta actividad incendiaria —siete fuegos o más en los últimos cinco años, o siete o más en uno de los dos años anteriores— «no hay nada de eucalipto». Y entre estas 71 «en la parroquia que más eucalipto hay no alcanza al 8% de la superficie del monte». En sentido inverso, de las 200 parroquias con más del 50% de su superficie cubierta por esta especie, «en el 58% no se produjo ningún incendio forestal en los últimos diez años».
Limpiar el monte
Otro mito manoseado por la clase política, «muy urbanita que piensa que la realidad territorial es el jardín de al lado de casa» es la afirmación de que el monte arde porque no está limpio. «¿Qué tontería es esa? –exclama Manuel Marey– desde el punto de vista económico es imposible hacerlo, no tendrías la capacidad de personal para hacerlo y desde el punto de vista ambiental es una aberración».
Para Merino, «la palabra limpio está
Una piña prendida con un mechero sobre un montón de hojarasca encendió el primer foco del incendio de Sierra Bermeja, que ha quemado ya 5.000 hectáreas. mal usada», porque «en el monte todas las especies forestales y arbóreas tienen su papel, no hay nada que limpiar pero sí que ordenar». De nuevo, los usos del territorio. «Parte de los incendios se produce cuando hay biomasa de matorral», consecuencia «de plantaciones de turno corto». «Hay quien comenta la posibilidad de usar esa biomasa como fuente de energía quemándola, pero eso sería expoliar el monte más de lo que está», advierte.
Aquí la casuística gallega es particular, por ser un monte mayoritariamente privado (dos tercios del total) y en manos de propietarios muy pequeños, que necesitan de plantar eucalipto o pino para amortizar la inversión a corto plazo. «Si hubiera fincas de cien hectáreas se podría hacer economía de escala y otro tipo de silviculturas». La realidad, sin embargo, es otra.
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